“¿Sabes? Pienso que la noche, son como los pétalos de una
rosa. ¿Por qué, me preguntas? Porque simplemente quiero pensarlo así. Las
estrellas se esparcen, como aquellos pétalos de la rosas, cuidada en esmero.
Las rosas simbolizan la hermosura. El cielo es la hermosura. ¿Lo has visto de
noche? Creo que sí, todos lo hemos visto. Pero yo, sólo conozco de una
hermosura. Cuando cae la noche, entre las rosas, entre todas estas cosas
bellas, yo te he visto a ti. Sólo a ti. Sólo tú, a mis ojos has cautivado.
Entonces, podría decirte que tú eres una rosa, o eres un
cielo. No, porque tú eres algo más hermoso. Tú eres mi amor.
Firma: Francisco”.
Muy convencido, con los cielos teñidos de negro sobre su
cabeza, llevaba la carta aferrada a su mano, protegida contra él, y avanzaba,
con una sonrisa. Si la veía a ella esta noche, a Mariana, le entregaría aquella
carta, y estaría seguro de que había hecho lo correcto, de que hacía lo que su
corazón le decía, de buena forma. Si la veía, le dejaría saber sus
sentimientos. ¿Estaría Mariana ahí? Pocas cosas le importaban esta noche. Era
tan bella, que aunque no la hubiese encontrado, se habría sentado unos momentos
sobre la arena, a contemplar el manto de oscuridades y el mar. Aquello, se
adentraría hasta en su alma, y estaría seguro que se relajaría, lo más que
podía.
Su respirar era ansioso. Caminando por las arenas, observó
los contornos del edificio. Las luces comenzaban a apagarse, y la música,
parecía oírse lejana. En el segundo piso de aquel edificio, que parecía una
escuela (Seguramente lo era. Pero como Francisco no había pasado muchas veces
por el lugar, no lo distinguía bien), había terminado el baile. Hace sólo unos
pocos minutos. Las siluetas ya comenzaban a salir, pero él no se fijaba en
ninguna. Sólo tenía una en mente. Como el baile se había llevado a cabo en el
segundo piso, Francisco pasaba por debajo de los pilares que sostenían al
primer piso. La arena allí estaba húmeda, y la sombra abundaba.
Francisco se detuvo unos segundos a respirar. ¿Dónde estoy?
Se preguntó de repente. Tenía aquella eterna costumbre de pensar que estaba en
un sueño. No podía evitarlo; la presencia de ella lo ponía así. ¿Pero cómo era
posible, que ahora se sintiera desorientado, que no sabía dónde estaba? Quizás
estaba en una tierra lejana ahora.
“Quizás Venezuela” pensó. “O quizás estoy desde mi tierra,
soñando”. Pero se llevó una mano al pecho, y aferró con su mano su abrigo. “No,
estoy demasiado despierto” se dijo.
Como fuera el caso, estaba convencido de que estaba allí. Se
podía haber quedado dormido a mitad de la noche, pero no, sabía que aquello era
más real, que toda su realidad. Entonces contempló una silueta frente a él.
Como siempre, deslumbrado por su hermosura. Delgada, fina y elegante dama, de
unos cabellos rojizos, que lucían intensos aún en la noche. Unos ojos cálidos
se notaban a la distancia. Era Mariana. Llevaba un vestido largo y de gala, que
le iba muy bien. Estaba espectacular. Tenía diversos adornos que remarcaban más
su hermosura. Francisco sintió que la magia se acunaba en sus pupilas.
-Llegaste… -señaló conmovido, casi con ternura. Ella le
devolvió una sonrisa, una eterna sonrisa, de las que siempre le daba. Cuando
sucedía esto, Francisco sentía como si su corazón, latiera hasta su pecho.
Mariana había salido del baile. Parecía como si las luces
del interior, aún la acompañaran. ¿Pero cuándo había sucedido todo esto?
Francisco no recordaba. Sólo recordaba, haber iniciado desde un momento, como
si se hubiese internado en el sueño sólo apenas un rato. No importaba, porque
aquella era la parte ideal. Sólo una vez que estaba con ella, allí daba inicio
a su realidad. Nada más era real, o no quería considerarlo real.
“Eres mi fantasía…” quiso pronunciar entre sus labios
Francisco, pero no se atrevió. Entre sus miradas, se comunicaban todo. Tomó a
Mariana por la mano, y caminaron bajo los pilares, por la húmeda arena.
El siguiente escenario, fue encantador. Llegaron por las
arenas, hasta la costa, donde las aguas mojaban las orillas. Entre la especie
de niebla, que creaba el relente de la noche, surgía un tipo de neblina, que
yacía justo debajo de una rebosante, inmensa luna llena, tan pura, tan blanca,
posada a mitad del cielo. Francisco junto a Mariana contemplaban encantados,
aquella luna, que parecía casi maternal. Entonces ambos caminaron, y se sentaron
a la orilla, sintiendo sus pies mojarse por las tiernas aguas, heladas pero
refrescantes. Sin embargo después de un rato no tenían frío alguno, se sentían
bien abrigados. Y allí sentados, comenzaron a contemplar la luna, con ojos
chispeantes de admiración, viendo los cielos, las nubes, y demás espectáculo.
La costa estaba muy silenciosa. Francisco sutilmente,
depositó la carta, sobre la arena, a un lado de Mariana, en un obvio gesto, de
estarse entregándosela, pero sin expresarle palabras. Mariana dirigió sus ojos
hacia la carta, la sostuvo y la contempló, desenvolviéndola. Entonces comenzó a
leerla. Pasado un rato, dejó el sobre vacío sobre la arena reposar.
-Maravillosa… -apreció.
-Pero tu hermosura es más maravillosa –intervino Francisco.
-Pero tus palabras lo son más –añadió Mariana.
-Y tus labios, son donde nace todo lo perfecto… -dijo
Francisco, y entonces ambos se quedaron en silencio. La costa continuaba, con
su oleaje, meciéndose tranquilo. Desde la lejanía, ambas siluetas se
contemplaron en el momento en que se abrazaban, tiernamente. Francisco rodeó a
Mariana entre sus brazos. Ella sentía protección. Él, en su sinceridad, se
sentía feliz. Más feliz, de lo que nunca había sido.
Más avanzada la noche, llegaron hasta un puerto. Estaba
lleno de luces. Había un pequeño local, que vendía cosas variadas. Comenzó a
aparecer la gente; parejas que iban de aquí a allá, comprando y paseando. Francisco
amaba a Mariana, pero sabía que no podía tomarla de la mano. Quería hacerlo,
pero lo sabía: Simplemente, no podía. Porque no era correspondido en sus
sentimientos, quizás…
Llevó a Mariana hasta el local. Le compró una bufanda, con
la cual abrigó su cuello, y un peluche, que ella sostuvo entre sus brazos y su
pecho. Francisco sentía que se ahogaba de ternura, dándole estos gestos a ella,
sintiéndose feliz de cómo los recibía. No podía estar más lleno, lástima que
parecía creer, que era sólo un sueño…
Finalmente dejaron las playas, para llegar hasta unas
calles, por las cuales caminaron, acercándose a los hogares. Mariana le había
pedido, que la fuese a dejar hasta su hogar. Caminaron en silencio. Ambos iban
conmovidos. Cuando llegaron hasta la puerta de su hogar, Francisco esperó desde
la verja, para verla a ella entrar. Mariana avanzaba, pero de pronto volteó.
Francisco le quería decir algo. Le preguntó:
-Mariana… Es tan lindo lo que tenemos, pero a veces me
pregunto… ¿Esto es un sueño? No sé cómo despertar, no sé cuándo despierto de
esto. No quiero despertar, pero sé que a veces lo hago, porque esta, quizás no
es mi realidad… -sintió como si unas lágrimas se asomaran de sus ojos- Mariana…
-continuó- Tú… me dirías, ¿Si esto es un sueño?
Mariana se quedó sin palabras. Sabía que aquella respuesta,
podía alejar a él para siempre de su lado. Pero a través de todo este tiempo,
algo había cambiado. Algo ya no era lo mismo. Francisco ya no se atrevía… Su
cariño, a veces pensaba guardárselo. Le aterraba tomar la mano de Mariana, se
sentía tan a la distancia, tan lejos… Él estaba dolido.
Mariana hizo un último esfuerzo. Contestó:
-Quizás, sí somos un sueño…
Francisco oyó aquellas palabras a lo lejos. Estaba sumido en
su consciencia. Creyó de pronto, oír a Mariana pronunciar aquel nombre, con el
que siempre lo llamaba. Aquel nombre, con el que habían partido siendo amigos,
pero que no quiso recordar ahora. Creyó escucharla pronunciar aquello. Pero, ya
oía las palabras lejanas… Ya no quería oír.
Mariana entró hasta su hogar. Francisco luego, deambuló
solitario. Se sentó en una banca, en un parque imaginario en sus fantasías, a
besar una silueta que no existía. A soñar, que besaba a alguien que sí existía,
pero consigo no. Porque no estaba allí, por más que le doliera… Dolía perder
algo tan amado, pero los sentimientos, a veces es tan difícil darlos. Todo se
hace más simple, pero sólo, cuando las personas sienten lo que quieren sentir…
En el silencio, en la soledad y la oscuridad de aquel
parque, se imaginó besando, labios que no existían.
La historia había terminado. La noche se había ido, y había
vuelto el día. Sobre un árbol, rociado por la tranquila luz del sol, por el
calmado tiempo de la tarde, cuyo tronco parecía añejado por el paso de los
años, había un gran nido, armado con sumo cuidado y cariño. Sobre el nido,
había dos pajaritos cantores, que eran pareja. Estaban juntos hace mucho
tiempo. Su amor había funcionado. Al pajarito macho, le gustaba cantar por las
mañanas:
-¡Recuerdo aquel tiempo, cuando andaba tras tu corazón!
Siempre fuiste tan tierna, tan encantadora, ¡Me acogiste con dulzor!
A lo que la pajarilla, respondía, también en canto:
-¡Siempre tan romántico, tan seductor! ¡Acogiste a mi
corazón con magia, me sacaste de este dolor!
-¡Y la soledad, se había hecho habitual, pero tú me sacaste
con tu bondad de corazón! –respondía el pajarillo en su canto.
-¡Y yo era una dama, que ansiaba cariño, ahora que te tengo,
sé que no puedo ser más feliz, siempre anhelé estar contigo! Siempre voy a estar a tu lado, mi amado…
-susurraba la pajarilla.
-Y yo contigo, mi dulce dama –añadía el pajarillo, y
continuaban cantando felices sobre su nido. Entre ambos, en el centro del nido,
tenían un hermoso y rebosante corazón, dorado reluciente de oro, que brillaba
con la intensidad del sol, como el amor de ambos, que siempre protegían, porque
les pertenecía sólo a ellos dos. Pasaban noches de tormentas, climas adversos,
pero el corazón jamás caía. Permanecía estático sobre el nido.
Una mañana, el pajarillo estaba recordando. Había volado por
muchos lugares. Conocía a un chico, que se había hecho su amigo. El chico le
había confiado un recuerdo al pajarillo. Le había dicho:
-Una vez, estuve con Mariana en la playa de noche, mi amada
humana a quien anhelo, y del cielo frío, comenzaron a llover cartas por montón.
Caían suaves, como las gotas de lluvia, y parecían volar. Caían, y repletaban
las arenas. Eran muchas, diversas, muchísimas cartas. Al final, supe qué
significaban.
-¿Qué significaban, mi amigo humano? –preguntó intrigado el
pajarillo.
-Pues –contestó Francisco-, simbolizaban mis cartas, las
muchas que le he entregado a ella. Siempre le escribo cartas. Siento mucho
apego y cariño hacia ella.
-Muy bien –contestó el pajarillo. Estaba feliz por su amigo
humano, buscando a su compañera. Parecía muy entregado a sus sentimientos.
Siempre había sido así de sensible, el animalillo lo conocía bien. Era sincero.
Pero aquella mañana, el pajarillo luego de recordar, tuvo
una sensación horrible: Le habían roto el corazón a su amigo Francisco. Él lo
sabía, porque algunos animales tienen un instinto, y además, lo conocía tan
bien, que sabía casi cómo sentía. El pajarillo sintió que se moría de la
tristeza. Llegó hasta su nido, y quiso apoyarse junto al corazón, para recobrar
energías. Pero su esposa, la pajarilla, había muerto de un infarto, y su cuerpo
muerto estaba junto al nido, entre una orilla, estando a punto de caerse. Al
pajarillo el corazón se le trizó aún más, y también sufrió un infarto, y cayó
por un lado del nido, por los ramajes, y llegó hasta el césped de abajo, en
donde murió, con lágrimas en sus ojos. El pobre, había muerto de tristeza,
porque sus sentimientos eran tan puros y bondadosos, que no había soportado ver
a su amigo sufrir, ni a su amada esposa morir.
El alma de Francisco también se había apagado. El pajarillo
lo había presentido, antes de morir. También había muerto de un infarto, ya no
respiraba. Se convertía en otro, que moría de tristeza.
Y finalmente, para bajar el telón, aquel corazón dorado
sobre el nido, aquel, que simbolizaba todos los lazos de amor y de cariño, lo
que simbolizaba el apego y el sentimiento por los dos pajarillos, y más aún,
porque las mismas fuerzas que mantenían brillante al corazón, también eran las
de Francisco, que enviaba a la distancia, en su amor por Mariana, cayó. Y
cayendo, el corazón también se deslizó por las ramas, y llegó hasta el césped,
donde se estrelló con una piedra, sin que nadie pudiera evitarlo. Y su preciosa
forma dorada, se partió en pedazos, y aquellos pequeños pedazos, quedaron
brillando a la luz del sol. Era lastimero, ver cómo aquel corazón se había
partido. Pero todo había muerto, ya no brillaba más la luz.
Con tristeza decían: Se había roto el corazón.
Dedicado a la dama de atardeceres, cuyos ojos preciosos son
como de chocolate. Deseando sinceramente, que muy dulces sean tus días.
DarkDose
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