Al área de salud mental del hospital El Salvador llegaban toda clase de individuos, desde jóvenes con problemas existenciales hasta gente madura con trastornos. Pero siempre estos padecimientos se hallaban en sus etapas iniciales, sin representar mayor riesgo para la comunidad; de lo contrario, se les destinaba al manicomio o a grupos especializados. Era costumbre ver a jóvenes con un severo nivel de depresión, que acudían como última alternativa, con un poco de esperanza, antes de optar por renunciar a sus vidas. Los alterados mentales, en cambio, sin posibilidad de una mejora total, eran llevados por sus familias aferradas a una ilusión, u otras veces, por simple obligación. Sin embargo, pese a que los tratamientos contra las afecciones mentales son lentos, y la mayoría de éstas son incurables, no cabía duda de que los enfermos quedaban en buenas manos. El doctor Ryan Matthews, psiquiatra norteamericano, se asomaba por la puerta para llamar a sus pacientes, luego regresaba por el pasillo con paso firme. Era uno de los funcionarios más destacados del hospital. Maduro, de cabello y barba dorados, rostro algo taciturno, disciplinado, tenía el aprecio de sus colegas psiquiatras. En sus horas libres mostraba un carisma natural, aunque era de carácter pensativo.
Llovía
a cántaros. Las calles estaban desamparadas, sólo de vez en cuando pasaba un
alma corriendo con un paraguas en busca de refugio. Pero parecía que alguien
era indiferente a las gotas de lluvia como agujas. En la fachada de la
catedral, contra un muro junto a la entrada, estaba sentado un hombre vestido
de negro, incluso el cabello oscuro, a quien no le importaba en absoluto que la
lluvia se derramara torrencialmente sobre él. No se molestaba en ver a su
alrededor, tenía la mirada firmemente clavada en el adoquín del suelo. Una
madre y su hija tomada de la mano pasaron frente a él, y la niña, con
curiosidad infantil preguntó:
—Mami,
¿por qué ese hombre no se va a su casa?
—No
lo sé, cariño —respondió ella y se apresuró a llevársela de allí, sin que
alcanzaran a percibir la respuesta del individuo, casi en un susurro y dotada
de dura negatividad: “Porque el único
hogar que conozco es el sufrimiento”.
De
vez en cuando el joven hombre sacaba una libreta negra del bolsillo de su
chaqueta, y con inspiración del momento escribía algo y volvía a guardarla. De
pronto miró su reloj. “Queda una hora para verme con el psiquiatra”, se dijo.
Hasta hacía poco fue él mismo quien había ido a pedir la hora. Para un hombre
destrozado como el suyo, pisoteado por la vida, ya las cosas carecían de
importancia. Pero tras el hecho de haber aceptado acceder a la atención médica
existía una cierta malignidad. No fue por la esperanza de que pudiera mejorarse
—ya totalmente extinta—, sino porque quería ver de qué forma la vida se
reiría de él esta vez, cómo iría a ser arrojado por ella como un desperdicio. “En
menos de una hora estaré allá”, calculó. Se quedó unos minutos bajo los chorros
de agua, impasible. Luego se paró en el borde de la calle, vio las luces de un
taxi entre la neblina, y alzó el brazo.
El
doctor Ryan se asomó por la puerta y llamó a una paciente. A la sala de espera
ingresó el hombre joven, empapado, seguido por algunas miradas acusadoras. Dejando
un reguero de tristeza líquida a su paso, caminó a un asiento. Al sentarse,
produjo un efecto de rechazo entre las personas siguientes, que se apartaron. “Debo
oler a perro mojado”, pensó. Y también pensó en el asco que le inspiraban todos
aquellos anormales. Había adolescentes —siempre le parecieron patéticos los
adolescentes, los veía como perjudiciales y necesitados de atención—, con
muñequeras bicolores, ojos enfermizos, cabellos de tinte intenso, siempre
estereotipados, y, cómo no, con las clásicas marcas de navaja en la muñeca. Vio
a una mujer con papera, que se rehusaba a sentarse y hablaba de forma confusa,
como un niño haciendo pataleta, mientras sus familiares le rogaban que se
comportara. Luego se percató de un anciano cerca de él que tenía el rostro
alargado, debilucho, con una vendaje que le rodeaba el antebrazo. “Éste debe
ser de los que se mutilan”, razonó. Estas cosas le causaron repugnancia. Tenía
una dura visión de los discapacitados mentales, le daban lástima porque los
consideraba como animales en cuerpos de personas; tristes bultos que
respiraban. Estaba enajenado en pensamientos que le corroboraban lo miserable
de la existencia, cuando una voz lo llamó.
—Juan
Flores.
Alzó
la vista y en la puerta vio al doctor Ryan, que recorría con la mirada la sala
de espera. Se levantó, éste lo reconoció, y caminó tras él, que ya iba adelante
en el pasillo. De pronto el médico volteó, y al ver el estado en que estaba,
con cierta sorpresa le dijo:
—Por
Dios, hombre, estás inundando todo el hospital, déjame traerte algo con que te
abrigues.
Juan
se quedó de pie, con repulsión ante aquel gesto tan civilizado, pero prevaleció
la indiferencia. El doctor le trajo un abrigo y le cubrió los hombros. Al
hacerlo, como una intuición sintió la enorme carga negativa del paciente. Entraron
a la sala.
—Muy
bien —dijo el doctor Ryan acomodándose en su escritorio, mientras hacía a un
lado el artilugio de una fila de bolitas de acero que chocaban, un lapicero con
diversos bolígrafos de colores, y muchas otras cosas que adornaban la
superficie de su mesa de trabajo—. Ponte cómodo y cuéntame cuál es tu problema.
Juan
levantó la mirada para verlo a los ojos, y con cierto aire intimidante le
preguntó:
—¿De
verdad quieres que lo haga?
Sin
inmutarse ni apartar la mirada, muy sereno el doctor Ryan respondió:
—Por
supuesto, para eso estás aquí.
Juan
sacó de su abrigo la libreta negra, y empezó a hojearla. Contemplándolo, el
doctor Ryan advirtió que algunas hojas amarillentas eran un caos con la tinta
negra marcada rabiosamente, como si el paciente hubiese querido destrozarlas.
Otras tenían bocetos de personajes inquietantes, con apariencia de demonios, y
el resto, por último, contenía pequeñas anotaciones, frases sueltas. Juan las
recorrió hasta detenerse en una casi al final, que estaba del todo escrita.
Empezó a leer:
—Todos
los días son negros para mí, negros como la boca de un lobo, hace mucho tiempo
perdí el deseo de vivir, extinto en la profundidad de mi podrido corazón. Tuve
familia alguna vez, le perdoné dos infidelidades a mi esposa, hasta que un día
se fue con otro hombre y se llevó a mis dos hijos. Meses después, estando
borracha una madrugada se metió a mi casa y le prendió fuego a las cortinas.
Tuve que despertar y correr. Al otro día, lo que fue mi hogar sólo eran ruinas.
Ahí, creo yo, murió una parte de mí —dijo, con un tono que no revelaba
sentimiento alguno—. Luego, recibí una llamada amenazante que me comunicó que
mis hijos no se encontraban en la escuela; habían sido secuestrados. La voz me
pidió varios millones por la liberación, pensé en asaltar un banco, pero antes
de reunir el dinero me enteré en el periódico de que los habían matado. Ahí
murió la segunda parte de mí, dejando mi interior ya del todo vacío. He
intentado matarme doce veces; el destino es tan desgraciado, que siempre mis
intentos se ven interrumpidos. La última vez me lancé del puente, con tan mala
suerte que caí encima de un colchón amarrado al techo de un vehículo. Debido a
mis intenciones suicidas, la policía me ha apresado en muchas ocasiones y se ha
intentado internarme en un manicomio, pero en cuanto se dan cuenta de mi
lucidez, que mis intentos de abandonar este infierno para ir a otro infierno
quizá mejor son totalmente conscientes, me sueltan. Así ando hoy, deambulando
de un lado a otro. No sé nada, mis intenciones siguen en pie.
—Pero
si has venido aquí es porque tienes una esperanza de mejoría —intervino el
doctor.
—¿Mejoría?
De qué me hablas, quiero ver cuál será el intento inútil de la sociedad esta
vez por intentar convencerme de que la vida no es una mierda.
—Bueno,
Juan —dijo el doctor tomando notas—, todo indica que tienes un cuadro depresivo
muy alto. Debemos conseguir que los actos suicidas disminuyan o cesen del todo.
Te voy a dejar diazepam para cuando te vengan esos pensamientos a la mente, y
sertralina todos los días para…
—¿Pastillas? —replicó con voz firme
Juan sin dejarlo terminar—, ¿En serio crees que con tus jodidas pastillas me
voy a mejorar? ¿Crees que mi enfermedad es algo del cuerpo? ¿CREES QUE TUS
DROGAS ME DEVOLVERÁN A MIS HIJOS?
El doctor Ryan cruzó los brazos,
aún impasible, esperando que el acezante jadeo del alterado paciente acabara. Por
fin, cuando aquella respiración incómoda cesó, Juan pareció más tranquilo.
Incluso con una voz más calmada, pero con la misma determinación, en medio del
silencio que había quedado de pronto agregó:
—Está bien, no me tomaré tus
pastillas. Te voy a matar.
El doctor Ryan carraspeó, aparentó
no estar seguro de lo que había oído. Pero sí lo estaba.
—¿Perdón? —dijo.
Muy pausadamente Juan se levantó,
tomó un par de bolígrafos de entre los muchos en la lapicera, y acelerando su
movimiento trepó sobre el escritorio para incrustárselos en los ojos al doctor
Ryan. Éste dio un grito terrible, que sin duda se oyó por todo el hospital,
pero antes de que alguien pudiera rastrear la procedencia, el médico intentó
defenderse con los brazos, y Juan hundió con más fuerza las puntas en las
cuencas de sus ojos. Emergieron dos chorros de sangre que se vertieron por sus
mejillas como cascadas, los ojos se le derramaron por el rostro como claras de huevo,
hasta que sólo le quedaron los huecos. Pero el doctor siguió gritando e incluso
agitando los brazos, en un intento por quitarse a la muerte de encima. Logró
con una patada alejar a su agresor y echar abajo el escritorio, pero Juan volvió
al ataque enseguida, le perforó con el lápiz ensangrentado varias veces el
rostro, hasta deformárselo, y al cabo de eso lo agarró por la bata y lo llevó
contra la ventana, la cual hizo trizas golpeándola con el cuerpo del doctor
Ryan, que se deslizó entre los cristales hasta caer del otro lado en un pequeño
patio de tierra junto a un árbol que crecía pegado a la ventana. Tras esto Juan
vio a varias enfermeras aparecer en la puerta, quienes dieron gritos de horror,
y atravesó la ventana para correr por el patio.
Escapando por las instalaciones
fue a refugiarse al edificio de la morgue, en una sección donde yacían sobre
camillas unos cadáveres frescos, y se escondió debajo de una. Sentado de
piernas cruzadas, oyó el incipiente rumor de la muerte, las voces que de a poco
se iban intranquilizando al extenderse la noticia del homicidio del doctor
Ryan. Juan, en dicha posición, pensó en lo simple que era matar a una persona,
y que quizá había llegado la hora del suicidio, o el comienzo de una nueva
vida, con muchas víctimas más esperándole en el camino.
DarkDose