Aquellas
eran tierras, donde el Señor moraba desde el cielo, resguardando a los hombres
y guiándolos por el camino de la luz, el camino que salvaría sus almas. Sobre
la extensa colina sagrada, camino hacia la cumbre residía un pequeño poblado,
de modestas chozas. Aunque los hombres, en ciertas etapas de sus vidas, se
desviaban muchas veces del santo camino que el Señor desde los cielos les tenía
destinado, la vida era apacible y tranquila. Los rebaños eran abundantes, los
habitantes eran alegres en el poblado, en la ruta a la cumbre de la montaña.
Cada rayo del sol mañanero, anunciaba la presencia del altísimo sobre las
nubes, y los llenaba de paz. Los que se sentían más preparados de espíritu,
partían un día por el sendero dorado rociado de cálido sol, hasta donde
terminaba, en la cima de la montaña, y se decía que se perdían, porque habían
ido a hablar con el Señor, y que no volvían sino años después.
En el
tranquilo poblado, vivía Jacobo, un chico joven que vestía harapos, que cada
vez debía salir apresurado de su hogar, para ir a buscar el pan para las
mañanas, y el alimento de la tarde. Comían casi la totalidad del día pan. Su
hogar era humilde, los muros eran de fría piedra, y era de reducido espacio. Su
madre era amable, protectora y cariñosa, y tenía una hermana menor, y una
mayor. Jacobo era feliz con su vida en el tranquilo pueblo, y le agradaban
aquellas tierras, sin embargo, aquello no impedía que cada mañana debía salir
con prisa, para hacerse con el alimento, siendo ésta la rutina habitual.
Jacobo
también tenía un padre. Su nombre era Jeremía. Ambos, procedían de aquellas
tierras santas, cuando el Señor mantenía constante comunicación con sus
profetas elegidos, y que en un tiempo más decidiría enviar a su hijo a la
tierra, para sufrir el martirio por parte de la humanidad. Eran tiempos
bíblicos; pero una faceta de ellos, que poco se mostraba: eran tiempos
tranquilos. No había guerras, había cosecha abundante, había felicidad en los
rostros de la gente. Todo corazón parecía alegre.
Jacobo
era un chico de cabellos negros, rostro sucio por el abundante polvo en las
tierras, y ojos verde intensos, algo escondidos entre su cabellera. Era un
chico sano y modesto. Sin embargo, su padre, escondía algo de lo que su hijo
sospechaba, pero jamás le decía: era un ladrón, algo que contrastaba con la
buena conducta y enseñanzas que había impartido a su descendencia. Lo hacía por
necesidad, quizás. O también quizás, tenía algo de maldad en el interior de su
corazón. Sea cual fuese la razón, sí necesitaba robar, para abastecer de
alimento a su humilde familia, porque el pan que traía Jacobo no alcanzaba, y
en varias oportunidades lo había reprendido seriamente por esto.
En una
ocasión, el padre de Jacobo, Jeremía, había salido una tarde desde su hogar,
muy escondido, pasando desapercibido por los caminos, escondiéndose entre los
muros de las chozas. Y como una sombra entre los muros, eludiendo los rayos del
sol, había llegado a rodear las puertas del templo. En aquel lugar, se adoraba
a Dios con gran pleitesía, y era costumbre que estuviese lleno a todas horas,
por lo que tras las puertas de entrada, se había erguido un improvisado
mercadillo, donde vendían de todo tipo de alimentos para el hogar, y se
comerciaba en abundancia. Se adentró entre las puertas, desapercibidamente,
haciéndose a un lado de los guardias. Se internó entre los toldos, y las mesas
levantadas con mercadería y víveres, y entre los comerciantes de cabezas
cubiertas, comenzó a echarse alimentos y frutos disimuladamente a los bolsillos.
Uno de estos comerciantes lo vio, y alertó en un grito.
-¡Se
está robando los alimentos de las mesas! ¡Que alguien le deje caer un palo
encima!
Alarmado,
Jeremía había partido apresurado a escapar. Se escabulló entre las inmensas
puertas de entrada, hechas de madera que pesaban una tonelada. Pero hasta el
patio de las ventas del templo, llegó el sacerdote Herodoto, de muy mala fama,
reconocido por su duro trato hacia los infieles y los blasfemos. Llevaba una
cuchilla para cortar carnes y verduras que había recogido de una mesa, y que no
dudó en arrojar al malhechor con una certera puntería. Parecía un acto cobarde,
porque de haber acertado aquel cuchillo, hubiese tendido a Jeremía sobre el
suelo, cubierto en su propio baño de sangre. Pero en aquellos tiempos, a eso se
le consideraba justicia. Sin embargo, Jeremía, hábilmente, y con una suerte
entre segundos, logró esquivar la cuchilla, que desgarró la parte del manto en
su hombro. Se le cayeron algunas verduras de la bolsa, pero continuó corriendo,
sin aliento, escapando hacia su hogar para entregarle los alimentos a su
familia.
Días
después de entregados los alimentos, Jeremía desapareció, porque los
comerciantes y los sacerdotes en el pueblo lo estaban buscando. Desapareció,
como el viento, y no se le volvió a ver más, dejando a su joven hijo Jacobo, a
cargo de su familia como todo un hombre.
Pero
pasó el tiempo, y a Jacobo no se le veían ni las narices; Sólo llegaba hasta su
hogar para entregar el pan del día, y desaparecía, apresurado. Se perdía más
allá de hasta donde llegaba la vista; entre una hilera de las últimas chozas,
al comienzo del pueblo. Había una razón: Allá, tenía a una amiga, la iba a
visitar a su choza, su nombre era Rosa y se conocían desde hace unos días, pero
sentían como si se conociesen desde siempre, como si incluso, hubiese
compartido la infancia juntos.
Rosa
junto a Jacobo se comprendían muy bien juntos. Tenían una bonita amistad,
incluso parecían ser el uno para el otro. Todo pareció quedar comprobado, que
era así, cuando Jacobo dormía en su alcoba, y contempló un rayo de luz entrar,
iluminando su habitación escasa de claridad. Allí, sorprendido, oyó la que
creyó la voz de Dios. Sus ojos se le cerraron pesadamente, y tuvo una visión,
mientras el Señor le hablaba:
-Jacobo
mira, ella es mujer ideal. Con ella crecerás, y con ella contraerás matrimonio.
-Pero
cómo, si apenas la conozco –había respondido Jacobo. Llevaban poco tiempo
siendo amigos y compartiendo cosas. Sin embargo, la voz de Dios había
desaparecido. Jacobo estaba esperando tener una nueva experiencia. Dios le
había mostrado la figura de Rosa, aún como una infante.
Sin
embargo, los días siguientes, cuando Jacobo volvía a salir apresurado de su
hogar para verse con Rosa, comenzaba a observarla mejor, distinguiendo sus
detalles y sus rasgos. Rosa no era una belleza, sin embargo, había algo muy
atrayente en ella. Quién sabe, unos rasgos, como sus labios, no excesivamente
grandes, pero generosos, muy bien formados, que parecían dignos de besar, que
atraían al deseo. Sus ojos, que no parecían acorde al tamaño de los labios,
pero aquello también le daba un toque especial, sus pupilas tenían un profundo
color café, en los cuales Jacobo al observar, se podía perder. Había un
misterio en ella, atrayente. Su belleza, no acostumbrada, llamaba mucho la
atención, porque no era habitual en la región ver a una niña con aquellos rasgos:
Piel muy clara, unos ojos que no se distinguían bien si eran azules o verdes, y
un cabello pelirrojo con rizos, que a veces estaba polvoriento, pero tenía una
muy hermosa intensidad natural. Jacobo, conforme pasaba el tiempo y la iba
observando mejor, se sentía más atraído. Estaba seguro, que aquellos rasgos, si
ahora la hacían mediamente atractiva, en el futuro, la convertirían en una
digna, bellísima mujer hecha y derecha.
Llegó un
día, en que cuando se juntaron a la sombra de las ruinas de un muro, de una
choza que se había desmoronado con el tiempo, Rosa había estado sentada apoyada
contra la pared, y había traído un extraño libro. Jacobo, muy curioso, había
preguntado, ansioso por develar aquellas líneas.
-¿Qué es
eso? –Preguntó- Parece ser grueso y tener más líneas que un pergamino… Me
pregunto qué contendrán sus líneas, es un libro muy extraño…
Jacobo
llevaba sus manos a la cubierta. Rosa se lo arrebatada, impacientándolo, y lo
sostenía entre sus manos, retirando el polvo, y leyendo el título. Jacobo
asombrado, escuchaba aquel título, que le sonaba como una extrañeza:
-“El
libro de las profecías y los augurios grises” es el nombre, bastante largo si
me dejas apreciar –señaló Rosa-. Lo he estado ojeando en mi hogar… Tiene
algunos vaticinios que parecen desgracias, me pregunto si lo que dice será
cierto… Quizás es un libro del Señor.
-No,
Rosa, parece algo blasfemo insinuar eso… ¿Crees que el Señor nos dejaría caer
un libro a nuestras manos? Aunque si fuera así, este libro estaría lleno de
desgracias cercanas a ser cumplidas…
-Como
sea el asunto –respondió Rosa-, vamos a ojearlo; no puedo esperar a descifrarlo.
Estuvieron
un buen rato, pasando la mirada por varias profecías, mientras la tarde iba
avanzando. El calor del transcurso de la mitad del día, iba desvaneciéndose,
siendo sustituido por una helada, que venía conforme al apagamiento de la
tarde, que llegaba a estremecer sus pieles. Las horas pasaban, así como las
páginas que ellos intentaban descifrar. La mayoría de las profecías estaban
ininteligibles. Jacobo y Rosa comenzaban a perder las esperanzas.
-No las
podemos descifrar… Están en un lenguaje muy antiguo, o muy complicado, pero no
le veo sentido a estas palabras –observó Jacobo. Sin embargo, los ojos de Rosa
centellearon, cuando detuvieron la página, en una profecía, que sí podían
entender. Eran bastantes líneas, que sí tenían un sentido, dispuestas en
narrativa. Jacobo acercó la mirada, con curiosidad, y Rosa abrió aún más el libro,
para que pudiesen distinguir completamente. Ambos sintieron un escalofrío. La
profecía, parecía bastante desalentadora. No perdieron tiempo, y se dedicaron a
descifrarla:
“Estaba
el hombre, sobre el campo, en las colinas. Aquel, que se había llenado de
maldad, que había podrido su corazón. Dios entonces, desde los cielos, estaba
enfadado. ¿Por qué los hombres decidían tomar el mal camino? El hombre había
robado, había pecado. Y todos, allá abajo en la colina, también habían pecado
alguna vez. ¿Es que el diluvio no les había lavado la consciencia? Ahora Dios
debía darles una nueva reprimenda… Debía desaparecerlos de la tierra, pero sólo
debía desaparecerlos de ese lugar, porque los hombres, en otras tierras,
algunos tomaban consciencia, otros tenían maldad. Pero éstos, eran los que más
cerca estaban del cielo, sobre su colina. Y a sabiendas, que estaban cerca de
Dios, y eran bendecidos por habitar en la colina sagrada, igualmente
traicionaban su pleitesía, infamándolo estando cercanos a su mismo cielo.
Dios
entonces, les mandaría un tormento, que sacudiría sus almas por la eternidad,
hasta que los desvanecería de aquellas tierras. La reprimenda era bastante
severa, pero la justicia divina jamás era cuestionada, así como la despiadada
justicia del hombre, que tampoco oye ruegos. Sin embargo, el Señor, tras
efectuar el suceso que tenía planeado, en su reino, separaría a los hombres de
aquel lugar arrasado por su mano, en buenos y malos, para impartir justicia
divina, llevando a los malos al infierno, y a los buenos a su reino, para
habitar con él, y separarlos de todo dolor.
Entonces,
los cielos se irían a abrir, y de ellos, nublados enteramente, surgiría un
inmenso tornado, tanto, como un mundo, que llegaría ferozmente rompiendo los
cielos, abriendo todo a su paso, y que con su gran inmensidad, aterraría los corazones
de los hombres, tanto, que los podía hacer caer de un infarto.
Aquel
devastador tornado, atronador, recorrería los cielos, descendiendo cada
vez más, hasta tocar tierra; y allí, con
su fuerza tal, sería capaz de arrastrar montañas, separarlas de la tierra, y
llevárselas. Nada quedaría en pie. Los hombres volarían por los cielos, hasta
desarmarse. La colina se levantaría por el firmamento, y se perdería, llevado
más allá de donde llega la vista, por fuerzas divinas. El tornado envolvería
todo en su manto, y lo desaparecería todo. Nada quedaría, en el desastre más
grande y abismal que el hombre jamás llegaría a contemplar.
Sin
embargo, entre todo este destrozo, sólo sobrevivirían dos. Que eran quienes
Dios había elegido para vivir, mediante revelaciones. El tornado llegaría a la
colina, y arrasaría el pueblo, en un lapso de tan sólo unos días”.
Era
oficial: Jacobo y Rosa ya no se podían sacar los escalofríos con nada. Y la
peor parte de aquello, fue cuando Jacobo se fue a dormir, y retorciéndose sobre
su cama, tuvo una visión. No podía estar tranquilo, no podía conciliar el
sueño, sólo soñaba tormentos, y se desesperaba. Dios le mostró una imagen.
En la
contemplación que tuvo, estaba él, en algún lugar. La voz de Dios le hablaba
entonces, le decía:
-Jacobo,
entre toda esta devastación, has sobrevivido, hijo. Y has llegado, para
sobrevivir con tu compañera. Éstas son las ruinas, de lo que el Tornado llegó
para arrasar.
Jacobo
observó, los estragos que había dejado el Divino Tornado. Sólo había ruinas,
por donde fuera que mirase. Estaba desesperado. Desde entre las ruinas, se
levantó una mujer, grande y hermosa, que era ella, como la había imaginado que
sería al crecer, con toda su belleza que se había determinado con el tiempo.
Era Rosa, con sus detalles y rasgos, formados y hermosos. Su cabellera
pelirroja rizada caía por el manto blanco y transparente que cubría sus pechos.
Ella se levantaba desde entre los escombros, y él la veía de espaldas. Todo
estaba arrasado, y el clima estaba gris. Aquel desastre, había dejado el tiempo
luego de la justicia divina que Dios había traído.
La
visión terminó entonces. Jacobo continuaba retorciéndose sobre su cama, sin
poder dormir. Era una noche tormentosa, y no iría a dormir.
El día
entero siguiente, su tiempo fue ocupado completamente en pensamientos y
divagaciones que acudían a él, sobre razones y causas, sobre su padre, el
estado en que estaba, que había desaparecido hace unos días. Una piedra
aterrizó violentamente sobre la tierra a un lado de él, arrastrándola. La
recogió, y comprobó que traía un trozo de papiro envolviéndola, escrito.
“Cuando
encontremos a tu padre, Jacobo, lo llevaremos ante el pueblo, para presentarlo
desnudo, ante la multitud. Y allí, por su mano sucia que robó, lo colgaremos, y
lo vamos a desollar, y degollar, para que pague por todos sus crímenes. Así es
la justicia de hombre, así es nuestra justicia, y pagará, por su crimen, por
ensuciar nuestro pueblo con sus robos a nuestros alimentos, que conseguimos con
esfuerzo.
El
cuerpo de Sacerdotes del templo
Nuestro
mayor, Herodoto”.
Jacobo
se estremecía con tristeza leyendo aquella carta, y pensaba que, como decía la
profecía, él también aborrecería el comportamiento del hombre en la tierra, si
estuviera en el lugar de observarlo siempre. Porque el hombre estaba bastante
corrompido, tomando un muy mal camino, y aunque fuese una atrocidad, casi se
veía obligado a aceptar que Dios debiese enviar un tornado gigante, a limpiar
todas aquellas blasfemias.
La tarde
transcurrió, con lentitud, entre pensamientos, y a la vez también se fue
rápido. Jacobo había ido hasta el lugar de Rosa, pero ella ahora no estaba, y
él ahora estaba apoyado contra las ruinas de la muralla, apesadumbrado, mirando
el atardecer esfumarse, con las esperanzas que se le habían ido. ¿Dónde estaría
su padre? Se preguntaba, porque sabía que en algún lugar debía estar, y su
familia cada vez se volvía más pobre; y ya no había pan para llevar al hogar. Los
sacerdotes irían a perseguir a su padre, hasta encontrarlo. Jacobo sabía que
había quedado como el hombre de la casa ahora, a su corta edad, pero sabía que
su familia terminaría hundiéndose, porque no podía abastecerla. Estaba
amargado, contemplando días que ya no parecían tener luz alguna de esperanza.
Los
cielos se volvieron más helados, y grises, y las sutiles brisas de pronto
comenzaron a soplar. Jacobo levantó la mirada, viendo los cielos nublados. Era
un presagio, uno terrible. Su hogar carecía de techumbre. Por las noches, podía
contemplar los cielos, salpicados en estrellas. Pero ahora, los veía grises,
soplando furiosamente brisas a lo lejos. Jacobo estaba preocupado. De pronto,
pensó en Rosa; Hoy no la había visto, ¿La volvería a ver?
Se
abrigó con sus propios brazos, envolviendo su cuerpo, porque las frías brisas
de la tarde gris lo comenzaban a entumecer. Se encogió en un rincón, y allí
quedó, protegiéndose entre sus brazos, reposando sobre un muro. Entonces, las
brisas se comenzaron a oír cada vez más fuerte, y su corazón palpitaba,
atemorizado. Una ráfaga de viento, se azotaba contra el muro, en furiosos
golpes, como si lo fuese a derribar. Jacobo estaba asustado, y se puso en
estado de alerta. Entonces, ante su asombro, el muro cedió a las acometidas del
viento, y se vio arrojado invadiendo su mismo hogar, estrellándose contra otro
muro y haciéndose pedazos. De pronto, Jacobo se había quedado desprovisto de
sus paredes, y espantado, se incorporó y salió corriendo de su hogar.
Corrió,
a todo lo que daban sus piernas, por el estrecho camino del pueblo, rodeado de
diversas chozas, apenas conteniendo el aliento, sintiendo que el corazón se le
saldría del pecho. Todo su cuerpo le dolía, pero no importaba, sólo debía
escapar. Tras un gran recorrido, sentía cómo las brisas se iban amontonando, y
sentía aquel ruido de destrozos, y de crujir de materiales, cuando las brisas
se escurrían entre los hogares, y los partían escandalosamente por dentro,
arrasándolos. Jacobo no se sentía con el valor de voltear. Después de tanto
correr, llegó hasta el final del pueblo, donde iban apareciendo las últimas
chozas. Allí, acababa el camino, y el sendero de tierra terminaba en una
bajada, que era el descenso de la gran colina. Jacobo estaba asustado. Estaba
al borde del precipicio, y finalmente se decidió, a voltear y contemplar los
estragos. Lo que pudo contemplar, que se había ido desenvolviendo mientras él
escapaba, le heló el cuerpo, le estremeció el alma, y lo dejó atónito:
Los
cielos, parecían haberse abierto en dos. Y de ellos, había surgido un fenomenal
tornado, tan inmenso, que abarcaba los cielos, tan extendido, como la tierra
misma, que llegaba arrebatadamente, alcanzando los suelos, y asolaba
absolutamente todo a su paso, despiadadamente. Al hacer contacto con cualquier
material construido por el hombre, lo desvanecía en segundos, en destrozos
imperceptibles. Engullía árboles, devoraba personas, y era tal su desmedida
presencia y fuerza, que tal como describía la profecía, sin exagerar en detalle
alguno, era capaz de arrancar montañas, tomándolas y llevándoselas lejos,
perdiéndolas en el cielo. El firmamento estaba estridente. La colina de pronto
se levantó, elevándose como si fuese a ser desprendida de la tierra. Jacobo
estaba perplejo, y por el gran temor no podía moverse. El suelo bajo sus pies
temblaba. Veía cómo el tornado destrozaba todo el pueblo tras de él, a la
distancia, y se mantenía allí, devastando todo. Pero él, al final del pueblo,
parecía estar seguro pero atemorizado, y sólo esperaba que la gran furia de los
vientos no lo fuese a alcanzar, y se decidiese a venir por él.
Una luz
clara, proveniente desde los cielos abiertos, lo iluminó, como dándole una
señal. Sin embargo, el pecho de Jacobo estaba intranquilo, con su corazón
latiendo agitadamente. Entre los destrozos que veía volar por el cuerpo del
tornado, distinguió una silueta humana en sombras, ser sacudida y elevada
escandalosamente, entre gritos de dolor y desesperación. Creyó distinguir
aquellos gritos, como los de su padre. Pero no estaba seguro, aunque sabía que
sí podía haber sido muy posible, y que su desgraciado y desdichado padre hubiese
tenido aquel fin.
La luz
clara que iluminaba sus pies, pareció desplazarse, y se fue a iluminar a las
cercanías del pueblo, donde comenzaba la catástrofe. Siguió la luz con la
mirada, nervioso, y contempló con horror. Para un joven de edad como él, era bastante
difícil aceptar aquella inverosímil realidad, y se llevaba todas sus fuerzas.
La luz le mostró, entre la devastación, una joven figura, que también huía,
desesperada. Era Rosa, continuaba en el pueblo, bajo el arrasamiento. Pero él
se preguntaba desesperado, por qué ella no había salido. Si la iba a buscar,
podía verse elevado hacia los cielos, hasta desintegrarse completamente, hasta
volverse sólo partículas y morir.
Estaba
agitado. Le faltaba el aire, sin embargo, se decidió, y corrió con todo lo que
sus piernas le daban, hacia el pueblo. Atravesó el estrecho camino, viendo las
chozas ya vacías, sin persona alguna viva, sin gente ya existiendo. Rosa ya se
veía cercana, pero el tornado, que abarcaba toda la vista, de un tamaño
abismal, parecía verse en el mismo frente, tan cercano como la muerte. Eran los
vientos de la muerte. Jacobo avanzó, decidido, pero tan estremecido por el
temor, que creía que lo iba a atacar un infarto, que arrebataría su desgraciada
vida.
Llegó,
sin embargo, y la luz de la claridad jamás lo abandonó. Entre todos los trozos
volando y las desmedidas ráfagas de viento, sin ver demasiado, extendió su
brazo, sabiendo que aquella podía ser la última oportunidad. Una mano lo
recibió, y tiró, recibiendo a Rosa entre sus brazos. Ambos entonces, levantaron
la mirada, y contemplaron la misma devastación ante sus ojos, la fuerza y la
ira de la naturaleza, de las profecías, y del mismísimo Señor desde las nubes,
ejerciendo su justicia. El tornado, en todo su esplendor, estaba frente a
ellos, aplastando y comiéndose el pueblo, con millones de imponentes ráfagas de
viento conformándolo, moviéndose hambrientas, imponiéndose con su furia y su
presencia, devastando cielos y tierra.
Hubo un
momento, en el que pensaron que morirían. Pero la luz que les guio el camino
proveniente de los cielos abiertos en dos, y sus piernas que no dejaron jamás
de reaccionar, aunque estuviesen cansadas, les permitieron llegar entre el temor,
sin que percibieran demasiado, hasta el final del pueblo, una vez más. Y en un
abrir y cerrar de ojos, en unos segundos, el tornado en su culminación se
esfumó, abandonando las tierras y volviendo a los cielos, que se abrieron y
cerraron para tragárselo. Entonces, entre lágrimas, contemplaron la más grande
ruina. El pueblo se había reducido a trozos, a fragmentos, y a esperanzas
devastadas. Con una melancolía inmensa, ya podían decir, con el pecho vacío,
que ya no quedaba nada.
Años más
tarde, Jacobo había comprobado cómo la profecía se había cumplido, y Rosa se
había transformado, en aquella mujer que sus rasgos de una belleza singular,
irían a conformar. Era bella, y la había tomado por mujer. Tiempo después, se
habían casado, con la luz del Señor iluminándolos. Aunque la esperanza se veía
lejana de volver a nacer en sus pechos, ambos podían formar una sonrisa en sus
rostros, sabiendo de aquel horror de pasado, que jamás se iría a desvanecer.
Pero que por lo menos, continuaban despertando cada día, sabiendo que volverían
a vivir, un nuevo mañana.
Habían
quedado juntos, y la colina había estado a punto de ser arrancada de los
suelos. Numerosas montañas habían desaparecido, y gran parte de las tierras
habían sido borradas. ¿Volvería alguna vez, el furioso e impetuoso tornado?
Pero esta clase de historias, no se mencionan en la biblia, porque en aquellos
tiempos, ni siquiera aún había sido escrita.
DarkDose
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