jueves, 19 de julio de 2012

El Tormento Bíblico (Inspirado/Relato)

Aquellas eran tierras, donde el Señor moraba desde el cielo, resguardando a los hombres y guiándolos por el camino de la luz, el camino que salvaría sus almas. Sobre la extensa colina sagrada, camino hacia la cumbre residía un pequeño poblado, de modestas chozas. Aunque los hombres, en ciertas etapas de sus vidas, se desviaban muchas veces del santo camino que el Señor desde los cielos les tenía destinado, la vida era apacible y tranquila. Los rebaños eran abundantes, los habitantes eran alegres en el poblado, en la ruta a la cumbre de la montaña. Cada rayo del sol mañanero, anunciaba la presencia del altísimo sobre las nubes, y los llenaba de paz. Los que se sentían más preparados de espíritu, partían un día por el sendero dorado rociado de cálido sol, hasta donde terminaba, en la cima de la montaña, y se decía que se perdían, porque habían ido a hablar con el Señor, y que no volvían sino años después.
En el tranquilo poblado, vivía Jacobo, un chico joven que vestía harapos, que cada vez debía salir apresurado de su hogar, para ir a buscar el pan para las mañanas, y el alimento de la tarde. Comían casi la totalidad del día pan. Su hogar era humilde, los muros eran de fría piedra, y era de reducido espacio. Su madre era amable, protectora y cariñosa, y tenía una hermana menor, y una mayor. Jacobo era feliz con su vida en el tranquilo pueblo, y le agradaban aquellas tierras, sin embargo, aquello no impedía que cada mañana debía salir con prisa, para hacerse con el alimento, siendo ésta la rutina habitual.
Jacobo también tenía un padre. Su nombre era Jeremía. Ambos, procedían de aquellas tierras santas, cuando el Señor mantenía constante comunicación con sus profetas elegidos, y que en un tiempo más decidiría enviar a su hijo a la tierra, para sufrir el martirio por parte de la humanidad. Eran tiempos bíblicos; pero una faceta de ellos, que poco se mostraba: eran tiempos tranquilos. No había guerras, había cosecha abundante, había felicidad en los rostros de la gente. Todo corazón parecía alegre.
Jacobo era un chico de cabellos negros, rostro sucio por el abundante polvo en las tierras, y ojos verde intensos, algo escondidos entre su cabellera. Era un chico sano y modesto. Sin embargo, su padre, escondía algo de lo que su hijo sospechaba, pero jamás le decía: era un ladrón, algo que contrastaba con la buena conducta y enseñanzas que había impartido a su descendencia. Lo hacía por necesidad, quizás. O también quizás, tenía algo de maldad en el interior de su corazón. Sea cual fuese la razón, sí necesitaba robar, para abastecer de alimento a su humilde familia, porque el pan que traía Jacobo no alcanzaba, y en varias oportunidades lo había reprendido seriamente por esto.
En una ocasión, el padre de Jacobo, Jeremía, había salido una tarde desde su hogar, muy escondido, pasando desapercibido por los caminos, escondiéndose entre los muros de las chozas. Y como una sombra entre los muros, eludiendo los rayos del sol, había llegado a rodear las puertas del templo. En aquel lugar, se adoraba a Dios con gran pleitesía, y era costumbre que estuviese lleno a todas horas, por lo que tras las puertas de entrada, se había erguido un improvisado mercadillo, donde vendían de todo tipo de alimentos para el hogar, y se comerciaba en abundancia. Se adentró entre las puertas, desapercibidamente, haciéndose a un lado de los guardias. Se internó entre los toldos, y las mesas levantadas con mercadería y víveres, y entre los comerciantes de cabezas cubiertas, comenzó a echarse alimentos y frutos disimuladamente a los bolsillos. Uno de estos comerciantes lo vio, y alertó en un grito.
-¡Se está robando los alimentos de las mesas! ¡Que alguien le deje caer un palo encima!
Alarmado, Jeremía había partido apresurado a escapar. Se escabulló entre las inmensas puertas de entrada, hechas de madera que pesaban una tonelada. Pero hasta el patio de las ventas del templo, llegó el sacerdote Herodoto, de muy mala fama, reconocido por su duro trato hacia los infieles y los blasfemos. Llevaba una cuchilla para cortar carnes y verduras que había recogido de una mesa, y que no dudó en arrojar al malhechor con una certera puntería. Parecía un acto cobarde, porque de haber acertado aquel cuchillo, hubiese tendido a Jeremía sobre el suelo, cubierto en su propio baño de sangre. Pero en aquellos tiempos, a eso se le consideraba justicia. Sin embargo, Jeremía, hábilmente, y con una suerte entre segundos, logró esquivar la cuchilla, que desgarró la parte del manto en su hombro. Se le cayeron algunas verduras de la bolsa, pero continuó corriendo, sin aliento, escapando hacia su hogar para entregarle los alimentos a su familia.
Días después de entregados los alimentos, Jeremía desapareció, porque los comerciantes y los sacerdotes en el pueblo lo estaban buscando. Desapareció, como el viento, y no se le volvió a ver más, dejando a su joven hijo Jacobo, a cargo de su familia como todo un hombre.
Pero pasó el tiempo, y a Jacobo no se le veían ni las narices; Sólo llegaba hasta su hogar para entregar el pan del día, y desaparecía, apresurado. Se perdía más allá de hasta donde llegaba la vista; entre una hilera de las últimas chozas, al comienzo del pueblo. Había una razón: Allá, tenía a una amiga, la iba a visitar a su choza, su nombre era Rosa y se conocían desde hace unos días, pero sentían como si se conociesen desde siempre, como si incluso, hubiese compartido la infancia juntos.
Rosa junto a Jacobo se comprendían muy bien juntos. Tenían una bonita amistad, incluso parecían ser el uno para el otro. Todo pareció quedar comprobado, que era así, cuando Jacobo dormía en su alcoba, y contempló un rayo de luz entrar, iluminando su habitación escasa de claridad. Allí, sorprendido, oyó la que creyó la voz de Dios. Sus ojos se le cerraron pesadamente, y tuvo una visión, mientras el Señor le hablaba:
-Jacobo mira, ella es mujer ideal. Con ella crecerás, y con ella contraerás matrimonio.
-Pero cómo, si apenas la conozco –había respondido Jacobo. Llevaban poco tiempo siendo amigos y compartiendo cosas. Sin embargo, la voz de Dios había desaparecido. Jacobo estaba esperando tener una nueva experiencia. Dios le había mostrado la figura de Rosa, aún como una infante.
Sin embargo, los días siguientes, cuando Jacobo volvía a salir apresurado de su hogar para verse con Rosa, comenzaba a observarla mejor, distinguiendo sus detalles y sus rasgos. Rosa no era una belleza, sin embargo, había algo muy atrayente en ella. Quién sabe, unos rasgos, como sus labios, no excesivamente grandes, pero generosos, muy bien formados, que parecían dignos de besar, que atraían al deseo. Sus ojos, que no parecían acorde al tamaño de los labios, pero aquello también le daba un toque especial, sus pupilas tenían un profundo color café, en los cuales Jacobo al observar, se podía perder. Había un misterio en ella, atrayente. Su belleza, no acostumbrada, llamaba mucho la atención, porque no era habitual en la región ver a una niña con aquellos rasgos: Piel muy clara, unos ojos que no se distinguían bien si eran azules o verdes, y un cabello pelirrojo con rizos, que a veces estaba polvoriento, pero tenía una muy hermosa intensidad natural. Jacobo, conforme pasaba el tiempo y la iba observando mejor, se sentía más atraído. Estaba seguro, que aquellos rasgos, si ahora la hacían mediamente atractiva, en el futuro, la convertirían en una digna, bellísima mujer hecha y derecha.
Llegó un día, en que cuando se juntaron a la sombra de las ruinas de un muro, de una choza que se había desmoronado con el tiempo, Rosa había estado sentada apoyada contra la pared, y había traído un extraño libro. Jacobo, muy curioso, había preguntado, ansioso por develar aquellas líneas.
-¿Qué es eso? –Preguntó- Parece ser grueso y tener más líneas que un pergamino… Me pregunto qué contendrán sus líneas, es un libro muy extraño…
Jacobo llevaba sus manos a la cubierta. Rosa se lo arrebatada, impacientándolo, y lo sostenía entre sus manos, retirando el polvo, y leyendo el título. Jacobo asombrado, escuchaba aquel título, que le sonaba como una extrañeza:
-“El libro de las profecías y los augurios grises” es el nombre, bastante largo si me dejas apreciar –señaló Rosa-. Lo he estado ojeando en mi hogar… Tiene algunos vaticinios que parecen desgracias, me pregunto si lo que dice será cierto… Quizás es un libro del Señor.
-No, Rosa, parece algo blasfemo insinuar eso… ¿Crees que el Señor nos dejaría caer un libro a nuestras manos? Aunque si fuera así, este libro estaría lleno de desgracias cercanas a ser cumplidas…
-Como sea el asunto –respondió Rosa-, vamos a ojearlo; no puedo esperar a descifrarlo.
Estuvieron un buen rato, pasando la mirada por varias profecías, mientras la tarde iba avanzando. El calor del transcurso de la mitad del día, iba desvaneciéndose, siendo sustituido por una helada, que venía conforme al apagamiento de la tarde, que llegaba a estremecer sus pieles. Las horas pasaban, así como las páginas que ellos intentaban descifrar. La mayoría de las profecías estaban ininteligibles. Jacobo y Rosa comenzaban a perder las esperanzas.
-No las podemos descifrar… Están en un lenguaje muy antiguo, o muy complicado, pero no le veo sentido a estas palabras –observó Jacobo. Sin embargo, los ojos de Rosa centellearon, cuando detuvieron la página, en una profecía, que sí podían entender. Eran bastantes líneas, que sí tenían un sentido, dispuestas en narrativa. Jacobo acercó la mirada, con curiosidad, y Rosa abrió aún más el libro, para que pudiesen distinguir completamente. Ambos sintieron un escalofrío. La profecía, parecía bastante desalentadora. No perdieron tiempo, y se dedicaron a descifrarla:
“Estaba el hombre, sobre el campo, en las colinas. Aquel, que se había llenado de maldad, que había podrido su corazón. Dios entonces, desde los cielos, estaba enfadado. ¿Por qué los hombres decidían tomar el mal camino? El hombre había robado, había pecado. Y todos, allá abajo en la colina, también habían pecado alguna vez. ¿Es que el diluvio no les había lavado la consciencia? Ahora Dios debía darles una nueva reprimenda… Debía desaparecerlos de la tierra, pero sólo debía desaparecerlos de ese lugar, porque los hombres, en otras tierras, algunos tomaban consciencia, otros tenían maldad. Pero éstos, eran los que más cerca estaban del cielo, sobre su colina. Y a sabiendas, que estaban cerca de Dios, y eran bendecidos por habitar en la colina sagrada, igualmente traicionaban su pleitesía, infamándolo estando cercanos a su mismo cielo.
Dios entonces, les mandaría un tormento, que sacudiría sus almas por la eternidad, hasta que los desvanecería de aquellas tierras. La reprimenda era bastante severa, pero la justicia divina jamás era cuestionada, así como la despiadada justicia del hombre, que tampoco oye ruegos. Sin embargo, el Señor, tras efectuar el suceso que tenía planeado, en su reino, separaría a los hombres de aquel lugar arrasado por su mano, en buenos y malos, para impartir justicia divina, llevando a los malos al infierno, y a los buenos a su reino, para habitar con él, y separarlos de todo dolor.
Entonces, los cielos se irían a abrir, y de ellos, nublados enteramente, surgiría un inmenso tornado, tanto, como un mundo, que llegaría ferozmente rompiendo los cielos, abriendo todo a su paso, y que con su gran inmensidad, aterraría los corazones de los hombres, tanto, que los podía hacer caer de un infarto.
Aquel devastador tornado, atronador, recorrería los cielos, descendiendo cada vez  más, hasta tocar tierra; y allí, con su fuerza tal, sería capaz de arrastrar montañas, separarlas de la tierra, y llevárselas. Nada quedaría en pie. Los hombres volarían por los cielos, hasta desarmarse. La colina se levantaría por el firmamento, y se perdería, llevado más allá de donde llega la vista, por fuerzas divinas. El tornado envolvería todo en su manto, y lo desaparecería todo. Nada quedaría, en el desastre más grande y abismal que el hombre jamás llegaría a contemplar.
Sin embargo, entre todo este destrozo, sólo sobrevivirían dos. Que eran quienes Dios había elegido para vivir, mediante revelaciones. El tornado llegaría a la colina, y arrasaría el pueblo, en un lapso de tan sólo unos días”.
Era oficial: Jacobo y Rosa ya no se podían sacar los escalofríos con nada. Y la peor parte de aquello, fue cuando Jacobo se fue a dormir, y retorciéndose sobre su cama, tuvo una visión. No podía estar tranquilo, no podía conciliar el sueño, sólo soñaba tormentos, y se desesperaba. Dios le mostró una imagen.
En la contemplación que tuvo, estaba él, en algún lugar. La voz de Dios le hablaba entonces, le decía:
-Jacobo, entre toda esta devastación, has sobrevivido, hijo. Y has llegado, para sobrevivir con tu compañera. Éstas son las ruinas, de lo que el Tornado llegó para arrasar.
Jacobo observó, los estragos que había dejado el Divino Tornado. Sólo había ruinas, por donde fuera que mirase. Estaba desesperado. Desde entre las ruinas, se levantó una mujer, grande y hermosa, que era ella, como la había imaginado que sería al crecer, con toda su belleza que se había determinado con el tiempo. Era Rosa, con sus detalles y rasgos, formados y hermosos. Su cabellera pelirroja rizada caía por el manto blanco y transparente que cubría sus pechos. Ella se levantaba desde entre los escombros, y él la veía de espaldas. Todo estaba arrasado, y el clima estaba gris. Aquel desastre, había dejado el tiempo luego de la justicia divina que Dios había traído.
La visión terminó entonces. Jacobo continuaba retorciéndose sobre su cama, sin poder dormir. Era una noche tormentosa, y no iría a dormir.
El día entero siguiente, su tiempo fue ocupado completamente en pensamientos y divagaciones que acudían a él, sobre razones y causas, sobre su padre, el estado en que estaba, que había desaparecido hace unos días. Una piedra aterrizó violentamente sobre la tierra a un lado de él, arrastrándola. La recogió, y comprobó que traía un trozo de papiro envolviéndola, escrito.
“Cuando encontremos a tu padre, Jacobo, lo llevaremos ante el pueblo, para presentarlo desnudo, ante la multitud. Y allí, por su mano sucia que robó, lo colgaremos, y lo vamos a desollar, y degollar, para que pague por todos sus crímenes. Así es la justicia de hombre, así es nuestra justicia, y pagará, por su crimen, por ensuciar nuestro pueblo con sus robos a nuestros alimentos, que conseguimos con esfuerzo.
El cuerpo de Sacerdotes del templo
Nuestro mayor, Herodoto”.
Jacobo se estremecía con tristeza leyendo aquella carta, y pensaba que, como decía la profecía, él también aborrecería el comportamiento del hombre en la tierra, si estuviera en el lugar de observarlo siempre. Porque el hombre estaba bastante corrompido, tomando un muy mal camino, y aunque fuese una atrocidad, casi se veía obligado a aceptar que Dios debiese enviar un tornado gigante, a limpiar todas aquellas blasfemias.
La tarde transcurrió, con lentitud, entre pensamientos, y a la vez también se fue rápido. Jacobo había ido hasta el lugar de Rosa, pero ella ahora no estaba, y él ahora estaba apoyado contra las ruinas de la muralla, apesadumbrado, mirando el atardecer esfumarse, con las esperanzas que se le habían ido. ¿Dónde estaría su padre? Se preguntaba, porque sabía que en algún lugar debía estar, y su familia cada vez se volvía más pobre; y ya no había pan para llevar al hogar. Los sacerdotes irían a perseguir a su padre, hasta encontrarlo. Jacobo sabía que había quedado como el hombre de la casa ahora, a su corta edad, pero sabía que su familia terminaría hundiéndose, porque no podía abastecerla. Estaba amargado, contemplando días que ya no parecían tener luz alguna de esperanza.
Los cielos se volvieron más helados, y grises, y las sutiles brisas de pronto comenzaron a soplar. Jacobo levantó la mirada, viendo los cielos nublados. Era un presagio, uno terrible. Su hogar carecía de techumbre. Por las noches, podía contemplar los cielos, salpicados en estrellas. Pero ahora, los veía grises, soplando furiosamente brisas a lo lejos. Jacobo estaba preocupado. De pronto, pensó en Rosa; Hoy no la había visto, ¿La volvería a ver?
Se abrigó con sus propios brazos, envolviendo su cuerpo, porque las frías brisas de la tarde gris lo comenzaban a entumecer. Se encogió en un rincón, y allí quedó, protegiéndose entre sus brazos, reposando sobre un muro. Entonces, las brisas se comenzaron a oír cada vez más fuerte, y su corazón palpitaba, atemorizado. Una ráfaga de viento, se azotaba contra el muro, en furiosos golpes, como si lo fuese a derribar. Jacobo estaba asustado, y se puso en estado de alerta. Entonces, ante su asombro, el muro cedió a las acometidas del viento, y se vio arrojado invadiendo su mismo hogar, estrellándose contra otro muro y haciéndose pedazos. De pronto, Jacobo se había quedado desprovisto de sus paredes, y espantado, se incorporó y salió corriendo de su hogar.
Corrió, a todo lo que daban sus piernas, por el estrecho camino del pueblo, rodeado de diversas chozas, apenas conteniendo el aliento, sintiendo que el corazón se le saldría del pecho. Todo su cuerpo le dolía, pero no importaba, sólo debía escapar. Tras un gran recorrido, sentía cómo las brisas se iban amontonando, y sentía aquel ruido de destrozos, y de crujir de materiales, cuando las brisas se escurrían entre los hogares, y los partían escandalosamente por dentro, arrasándolos. Jacobo no se sentía con el valor de voltear. Después de tanto correr, llegó hasta el final del pueblo, donde iban apareciendo las últimas chozas. Allí, acababa el camino, y el sendero de tierra terminaba en una bajada, que era el descenso de la gran colina. Jacobo estaba asustado. Estaba al borde del precipicio, y finalmente se decidió, a voltear y contemplar los estragos. Lo que pudo contemplar, que se había ido desenvolviendo mientras él escapaba, le heló el cuerpo, le estremeció el alma, y lo dejó atónito:
Los cielos, parecían haberse abierto en dos. Y de ellos, había surgido un fenomenal tornado, tan inmenso, que abarcaba los cielos, tan extendido, como la tierra misma, que llegaba arrebatadamente, alcanzando los suelos, y asolaba absolutamente todo a su paso, despiadadamente. Al hacer contacto con cualquier material construido por el hombre, lo desvanecía en segundos, en destrozos imperceptibles. Engullía árboles, devoraba personas, y era tal su desmedida presencia y fuerza, que tal como describía la profecía, sin exagerar en detalle alguno, era capaz de arrancar montañas, tomándolas y llevándoselas lejos, perdiéndolas en el cielo. El firmamento estaba estridente. La colina de pronto se levantó, elevándose como si fuese a ser desprendida de la tierra. Jacobo estaba perplejo, y por el gran temor no podía moverse. El suelo bajo sus pies temblaba. Veía cómo el tornado destrozaba todo el pueblo tras de él, a la distancia, y se mantenía allí, devastando todo. Pero él, al final del pueblo, parecía estar seguro pero atemorizado, y sólo esperaba que la gran furia de los vientos no lo fuese a alcanzar, y se decidiese a venir por él.
Una luz clara, proveniente desde los cielos abiertos, lo iluminó, como dándole una señal. Sin embargo, el pecho de Jacobo estaba intranquilo, con su corazón latiendo agitadamente. Entre los destrozos que veía volar por el cuerpo del tornado, distinguió una silueta humana en sombras, ser sacudida y elevada escandalosamente, entre gritos de dolor y desesperación. Creyó distinguir aquellos gritos, como los de su padre. Pero no estaba seguro, aunque sabía que sí podía haber sido muy posible, y que su desgraciado y desdichado padre hubiese tenido aquel fin.
La luz clara que iluminaba sus pies, pareció desplazarse, y se fue a iluminar a las cercanías del pueblo, donde comenzaba la catástrofe. Siguió la luz con la mirada, nervioso, y contempló con horror. Para un joven de edad como él, era bastante difícil aceptar aquella inverosímil realidad, y se llevaba todas sus fuerzas. La luz le mostró, entre la devastación, una joven figura, que también huía, desesperada. Era Rosa, continuaba en el pueblo, bajo el arrasamiento. Pero él se preguntaba desesperado, por qué ella no había salido. Si la iba a buscar, podía verse elevado hacia los cielos, hasta desintegrarse completamente, hasta volverse sólo partículas y morir.
Estaba agitado. Le faltaba el aire, sin embargo, se decidió, y corrió con todo lo que sus piernas le daban, hacia el pueblo. Atravesó el estrecho camino, viendo las chozas ya vacías, sin persona alguna viva, sin gente ya existiendo. Rosa ya se veía cercana, pero el tornado, que abarcaba toda la vista, de un tamaño abismal, parecía verse en el mismo frente, tan cercano como la muerte. Eran los vientos de la muerte. Jacobo avanzó, decidido, pero tan estremecido por el temor, que creía que lo iba a atacar un infarto, que arrebataría su desgraciada vida.
Llegó, sin embargo, y la luz de la claridad jamás lo abandonó. Entre todos los trozos volando y las desmedidas ráfagas de viento, sin ver demasiado, extendió su brazo, sabiendo que aquella podía ser la última oportunidad. Una mano lo recibió, y tiró, recibiendo a Rosa entre sus brazos. Ambos entonces, levantaron la mirada, y contemplaron la misma devastación ante sus ojos, la fuerza y la ira de la naturaleza, de las profecías, y del mismísimo Señor desde las nubes, ejerciendo su justicia. El tornado, en todo su esplendor, estaba frente a ellos, aplastando y comiéndose el pueblo, con millones de imponentes ráfagas de viento conformándolo, moviéndose hambrientas, imponiéndose con su furia y su presencia, devastando cielos y tierra.
Hubo un momento, en el que pensaron que morirían. Pero la luz que les guio el camino proveniente de los cielos abiertos en dos, y sus piernas que no dejaron jamás de reaccionar, aunque estuviesen cansadas, les permitieron llegar entre el temor, sin que percibieran demasiado, hasta el final del pueblo, una vez más. Y en un abrir y cerrar de ojos, en unos segundos, el tornado en su culminación se esfumó, abandonando las tierras y volviendo a los cielos, que se abrieron y cerraron para tragárselo. Entonces, entre lágrimas, contemplaron la más grande ruina. El pueblo se había reducido a trozos, a fragmentos, y a esperanzas devastadas. Con una melancolía inmensa, ya podían decir, con el pecho vacío, que ya no quedaba nada.
Años más tarde, Jacobo había comprobado cómo la profecía se había cumplido, y Rosa se había transformado, en aquella mujer que sus rasgos de una belleza singular, irían a conformar. Era bella, y la había tomado por mujer. Tiempo después, se habían casado, con la luz del Señor iluminándolos. Aunque la esperanza se veía lejana de volver a nacer en sus pechos, ambos podían formar una sonrisa en sus rostros, sabiendo de aquel horror de pasado, que jamás se iría a desvanecer. Pero que por lo menos, continuaban despertando cada día, sabiendo que volverían a vivir, un nuevo mañana.
Habían quedado juntos, y la colina había estado a punto de ser arrancada de los suelos. Numerosas montañas habían desaparecido, y gran parte de las tierras habían sido borradas. ¿Volvería alguna vez, el furioso e impetuoso tornado? Pero esta clase de historias, no se mencionan en la biblia, porque en aquellos tiempos, ni siquiera aún había sido escrita.

DarkDose

 

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