lunes, 24 de junio de 2013

El náufrago de Rapel (Terror/Relato)

Su abuela solía contarle muchas historias a ella, pero ninguna habría sido comparable a la que le tocó vivir esa tarde, cuando desde el entrañable lago el cual estaba acostumbrada a contemplar desde su infancia, había surgido algo que nunca habría esperado, algo, un hombre, que habría de traer terror al pueblo de inmediato, y que nadie nunca tuvo la certeza total sobre cómo había salido desde las profundidades del lago, y por qué era que yacía enterrado bajo sus turbias aguas.
Desde muy niña, por la calidad de gitanos de su familia a ella le había tocado habitar en diversas partes, recorriendo varias regiones, hasta definitivamente llegar a asentarse a una que su familia determinó como adecuada, donde irían a establecerse definitivamente. Allí fueron surgiendo económicamente con su dedicación a vender artesanías y muchas más cosas confeccionadas manualmente de sus tradiciones, tales como accesorios, vestuario, adornos y souvenirs del lago, que estaba ubicado inmediatamente al antiguo y pintoresco pueblo donde se habían asentado, que éste era el lugar donde habían asegurado su permanencia de por vida tras haber recorrido páramos y comunidades, haciendo numerosas paradas entre destinos. Ahora, este pueblito de Rapel quedaba justo a la orilla del vasto lago característico de la zona.
Pero no vamos a ser tan redundantes en cuanto al lago, que lo que nos atañe ahora es el pueblo.
El pueblo era tranquilo, hasta que una tarde en que los cielos intrincados se encontraban oscurecidos, y los espesos nubarrones parecían anunciar un vendaval fuerte, algo surgió de las aguas, algo que destiló las gotas entre los dedos de su mano, y asomó un brazo fuerte, lleno de vello, con algas enredadas entre el antebrazo y la muñeca. Enseguida, tras haber asomado la extremidad, apareció una cabeza llena de cabellos mojados y lisos, que cubrían un rostro sombrío. Tras eso, lo último que se alcanzó a contemplar fue un pectoral fuerte que apareció, marcado por músculos, de la silueta de un cuerpo que el lago le tapaba hasta la cintura. La visión del hombre demoniaco se arrastró por las profundidades en que estaba envuelto el resto de su cuerpo, combatiendo a las aguas con las rodillas y enterrándose en la arena, y avanzó, todavía rezumando agua de su cuerpo. Era alguien de una condición corporal sobrenatural. Aferrada a su firme mano, arrastraba algo que parecía partir las aguas. Era el grueso eslabón de una cadena que ni el hombre más fuerte podía levantar. Iba trasladándose hacia la orilla donde se encontraba el pueblo, y los cielos de tempestad parecían hacerle sombra. Era el solitario y vigoroso de una forma desmedida, hombre que había surgido de las entrañas de Rapel. Nadie estuvo ahí para contemplarlo, pero el estruendo que provocó en las aguas como un eco, se extendió hacia todo el pueblo, alborotando a sus habitantes como alertados por un terremoto.
La sombra fornida del hombre avanzaba tras haber alcanzado las orillas, castigando las arenas húmedas bajo sus pies, mientras algo que salía desde la profundidad del mar lo acompañaba: Era un ancla, así es, un ancla de barco que arrastraba consigo con una fuerza que no era de este mundo. En todo momento su rostro iba cubierto por sus grasosos cabellos, pero todo el tiempo también tenía aquella especie de aura sombría que lo envolvía. Sus brazos fuertes parecían capaces de levantar un buque. Iba desnudo, pero su entrepierna se la tapaban las algas, así como la mayoría de su cuerpo. A medida que avanzaba parecía abrir un camino entre las arenas. Cuando fue llegando al pueblo, estando tan cerca, el susurro del vendaval entre los cielos parecía intensificarse, y una fuerte ráfaga de viento rompía a veces el silencio y arrebataba la tranquilidad.
En el pueblo, el susurro del vendaval iba tiñendo el horizonte y acercándose, pero donde estaba la mayor concentración de gente y el centro del pueblo, todavía brillaba el sol, débilmente, como si en cualquier momento fuera a apagarse de un soplido. Allí estaba Maya, la chica gitana sobre quien ha sido expuesta anteriormente una descripción sobre su familia, y lo nómades que eran. Maya era también una tradicional gitana, y vivía aferrada a las costumbres impuestas de sus padres. Previamente había estado cercana a la playa, sobre las rocas, contemplando la grisácea tarde. Pero entonces fue que sintió un ligero temblor en la superficie de las aguas, y unos anillos surgieron sobre la superficie misma como si algún animal extraño fuera a emerger de allí, por eso se asustó y volvió al pueblo. Cuando llegó primero fue a su casa, y le dijo a sus padres: “Al parecer habrá una tempestad”. Sin embargo, el cielo no estaba del todo oscuro, y Maya aprovechó el rato libre que tenía para juntarse con algunas amistades del pueblo.
Maya, como ya ha quedado claro, era una chica gitana de unos doce años de edad. Aceptaba la historia sobre su pueblo y le gustaba, era respetuosa con las tradiciones además que nunca se hubiera atrevido a desobedecer a sus padres, que eran muy rígidos con ellas. Por eso siempre andaba vestida con las ropas tradicionales. Sus cabellos eran del color de una calabaza, tenía algunas pecas adornando la parte baja de los ojos, y siempre se tapaba la cabeza con un paño color naranja. La falda larga, le llegaba hasta los zapatos negros. Maya se juntaba con unos dos niños más del pueblo, con quienes se ponía a conversar un rato. Más tarde era hora de volver a su casa y ponerse a confeccionar artesanías, que solían vender en las ferias que se hacían en la localidad. Maya era feliz en ese pueblo. Sin embargo, cuando les anunció a sus padres esa mañana después de almuerzo que los cielos estaban extraños, no pudo haber estado menos equivocada, y cuando sintió que la incipiente tempestad que podía ocurrir se acercaba de nuevo, tuvo un mal presentimiento que sólo alguien tan clarividente como ella, que en unos años más iría a ser intérprete del tarot, podía tener.
Sus amigos, notando su inquietud, le preguntaron, confusos:
—Maya, ¿qué es lo que te sucede? ¿Has visto algo raro?
—No sé muy bien, creo que algo fuera de lugar pasará. Me gustaría estar en mi casa ahora; prefiero retirarme…
—Bueno, como te ves tan preocupada será mejor que nos veamos al día siguiente. Mañana nos encontramos —dijo uno de sus amigos de forma optimista, y se despidieron. Maya se quedó sola entonces y buscó a través del pueblo el camino a su casa.
Como la que parecía ser una inminente tempestad la desconcertaba, primero decidió ir un rato a la orilla del Lago Rapel a ver qué ocurría. Allí las aguas estaban más intranquilas que nunca, a la vez que los cielos, que también parecían rabiosos. Entonces fue a sentarse sobre unas rocas, como en la mañana, y se quedó allí mirando el estado de las aguas, solitaria, con una nostalgia, viendo el desolado ambiente. Transcurrió un rato allí, meditando entre aquel abandonado sector, cuando unos gritos de horror del pueblo la espantaron, le erizaron los pelos, y volvió apresurada hacia su localidad, cuando todo este estruendo de griteríos la hacían pensar en lo peor, y creer que había sucedido una tragedia.
Cuando llegó al pueblo, desconcertada, allí se encontró entre toda la corriente de gente desordenada escapando, saliendo de sus hogares despavorida. Maya nunca se habría imaginado qué estaba ocurriendo, pero tenía la intuición de que quizá tenía que ver con algo salido del lago, porque por allá se encontraban los rastros mojados de algo que había emergido y caminó por las arenas. En un atisbo fugaz, vio a sus padres escapando aterrorizados, vio a su padre llevando firmemente de la mano a su madre que estallaba en sollozos. Maya, horrorizada, les gritó:
— ¡Qué ocurre!
Pero su padre, totalmente fuera de sí, le respondió:
— ¡Ven con nosotros, vamos a buscar nuestras pertenencias a la casa y larguémonos de aquí! —y le extendió una mano vehementemente para aprisionarla y llevársela consigo. Sin embargo, Maya, que estaba más desconcertada que todo habitante del pueblo, y quien por un sentido de justicia quería realmente averiguar qué era lo que estaba aconteciendo, se negó, esquivó la mano de su padre y se mantuvo fuera de su alcance. Su padre, fuera de sus cabales, le gritó: “¡Qué estás haciendo, ven acá, Maya, te lo ordeno!”, pero Maya se negó rotundamente y escapó de la desesperación de sus padres, con intenciones de abandonarlos momentáneamente, pero como también le preocupaban, tenía también el deber de volver enseguida en cuanto se esclareciera sobre lo que estaba ocurriendo.
Habiendo llegado al centro del pueblo tuvo una visión de pesadilla. Allí, entre la nada que quedaba porque por los alrededores estaba toda la gente revoloteando con pavor, vio como un fornido espectro de hombre, porque parecía de otro mundo, un ser, desarrollado completamente en músculos, con unos pectorales sorprendentes, con su descomunal cuerpo cubierto por algas que caían por todo su ser, y con una maraña de cabellos que todavía no dejaba verle el rostro. Pero en un momento, levantó algo más la cabeza, y los cabellos le descubrieron una mirada siniestra, que evidentemente escondía maldad, con la cual sonrió mostrando unos ojos fulgurantes y rojos. Era un hombre, pero ¿de dónde?, pensaba Maya, y aquel fulgor en sus pupilas parecía de poseído. Además, cuando se lo encontró ahora no estaba completamente solo. Al lado de él venía acompañándolo una criatura al parecer también surgida de otro mundo, o de las profundidades más misteriosas del lago; era una langosta enorme, de un color negro, que se paraba en dos patas y ostentaba con sus grandes pinzas que parecían capaces de cortar a un hombre por la mitad. Esta criatura era una especie de súbdito del primer hombre corpulento, que todavía arrastraba el ancla que había sacado del mar consigo. Maya, totalmente atónita, se quedó paralizada del impacto.
El animal que venía acompañándolo hacía un estruendo con sus pinzas, cerrándolas como un instrumento, y el hombre hizo fuerzas con sus brazos para atraer el ancla hacia sí, que se había quedado atrás, y la tuvo entonces justo tras sus pantorrillas. Entonces, arrastrándola más cerca, comenzó a avanzar otra vez siempre en dirección hacia el pueblo, y hacia Maya misma. Ella, como petrificada, comprendió que su vida podía correr peligro, y sólo entonces se dio a una desesperada carrera hacia el pueblo para huir de allí.
Pero algo llamó la atención del fenomenal y espantoso hombre, y volvió la mirada hacia su izquierda, donde se encontraba una reciente autopista con los autos transitando a velocidad, que no se enteraban de lo que estaba pasando. Lo llamó su apetito de destrucción, y el hombre, para ganar más velocidad, trepó sobre la langosta gigantesca que lo acompañaba, y habiendo montado sobre su lomo la tiró fuertemente por los bigotes y la condujo hacia aquella dirección. La langosta, se levantó en sus dos patas en un ademán de furia, chasqueó fuerte sus pinzas y se lanzó en la carrera. Iba el hombre montado sobre la langosta, llevando el ancla a rastras por los aires, y la visión era inverosímil. Maya todavía no podía cerrar la boca de la impresión, y antes de haberse dirigido hacia el pueblo escapando, comprendió que tenía que seguir a aquel ser monumental por si por algún designio del destino pudiera impedir el desastre que seguramente iría a causar. Entonces su voluntad pudo más que su profundo miedo, y lo siguió, yendo a centímetros de las patas traseras de la gran langosta, en una posición peligrosa, pues parecía inminente que en cualquier momento voltearía y la atacaría.
Surcaban las tierras del pueblo a gran velocidad, hasta que langosta y su amo llegaron a la autopista. Allí, al ver que dos criaturas de tamaño titánico se habían detenido en medio del pavimento, los automóviles y camiones que transitaban frenaron de golpe y se atropellaron entre ellos. Vidrios rotos, motores quemados, ese fue el resultado. Algunos conductores se bajaban furiosos a ver qué ocurría, a proferir palabrotas, pero entonces veían a un hombre mil veces más enorme que ellos montado sobre un monstruo, y horrorizados, salían corriendo simplemente volviéndose locos y perdiéndose por los cerros. El hombre se bajó de la langosta, levantó sus potentes brazos y empezó a hacer giros con el ancla sobre los aires, ante el pavor de quienes se habían bajado de sus autos gritando aterrados. Entonces dejó caer el ancla, con el peso de mil barcos sobre la carretera, y aplastó unos tres autos de un solo golpe. Sus piezas estallaron y la chatarra saltó volando. Pobres de quienes se encontraban aún en esos vehículos, porque seguramente se habían vuelto nada más que un charco de sangre aplastado bajo el parabrisas. Acto seguido, después de destrozar los automóviles, la langosta imitando a su amo se vio libre y empezó a comerse los que quedaban, rompiéndolos como si fueran un frágil cristal con sus desmedidas pinzas. Maya vio todo esto, todo este salvajismo, y se quedó perpleja, como siempre. Ahora no hallaba qué hacer. Los dos monstruosos seres habían hecho añicos los vehículos que en ese momento estaban en la carretera y habían cortado todo el tránsito. Entonces, el hombre, con su determinada mirada de ojos fulgurantes, volteó hacia el pueblo. Dejó a su langosta libre, y continuó sin ella. Pero, para no dejar desperdicios, le dejó caer el ancla encima con gran facilidad y la destrozó por completo, convirtiéndola como en una aplanada masa negra y roja por la sangre, por cuya masa se asomaron sus ojos reventados.
Maya entonces, volvió a irse al pueblo, horrorizada.
Cuando efectivamente la tempestad pareció avecinarse realmente sobre el pueblo, comenzó primero una violenta llovizna, que tras una media hora, ante la profunda sorpresa de Maya, lo había transformado completamente. Cuando llegó, se vio en el centro del pueblo, en medio de casas que ahora parecían de madera podrida, como si estuvieran bajo el agua; se vio entre calles remojadas, tanto, que parecía que iban a llevarse sus pies y a hundirla. El musgo se apegaba a la madera devastada de las casas ladeadas, y la fuente principal del pueblo estaba desbordada. Asimismo, había trozos de algas por doquier, por las calles, por los techos, por donde fuera que se mirase. De pronto Maya creyó encontrarse en un pueblo submarino, y pensó por un momento si es que aquel hombre atroz surgido del lago había convocado toda esta desgracia y decadencia. Ya no había rastro de sus padres; es más, ya no había casi rastro alguno de algún habitante del pueblo. El ambiente como de submarino, la humedad intensa, había arrasado todo. Parecía que el pueblo iba a desmoronarse en cualquier momento, y que el lago llegaría desde el horizonte para devorarlo.
Maya escapaba, por las calles, por entre las estrechuras de las casas, cuando oía el murmullo de los pasos trepidantes del increíble hombre del mar, que producía un fragor que se arrastraba por todo el pueblo cuando traía su ancla consigo, rompiendo los suelos y formando un camino con los trozos de los caminos mismos. Todas las casas parecían abandonadas, y era justificable si es que todo habitante había abandonado sus pertenencias y se había marchado en el acto. Nadie hubiera tenido el valor para quedarse allí y hacerle frente a aquel hombre, a excepción de Maya, que llena de pavor, se negaba a abandonar su pueblo. Como ya sabía ella, sus padres habían desaparecido. Pero como se resistía a creer que la habían abandonado, pronto tuvo la teoría de que quizá habían muerto, y esto le estremeció las entrañas en una especie de escalofrío de tristeza. Lo que ya quedaba del pueblo era la nada. Y ella no tenía nada al alcance de sus manos para hacer algo al respecto, sobre la tragedia producida por el temor que había traído este hombre cubierto de algas y pestilencias marítimas.
De pronto, entre las ruinas que quedaban del pueblo, que pronto iría a ser tragado por la humedad y posiblemente después por el lago, Maya vio a los únicos dos vestigios que parecían quedar del pueblo; eran dos niños, que eran sus conocidos, amigos, con quienes había estado en la mañana. El profundo terror imprimido en sus rostros era lamentable y parecía indeleble. Era atroz ver a aquellos chiquillos, lánguidos, con unas miradas traumadas similares a como si no hubieran dormido en unos diez días, indefensos y perplejos en estado constante. No eran lo que habían sido apenas en la mañana. Maya corrió hacia ellos y les advirtió:
—Está bien, me he decidido; dejaré el pueblo, ¡pero síganme y salgamos de aquí enseguida!
Los tomó por las manos y los tiró, obligándolos a irse con ella, pues, en el estado inerte en que estaban, como una piedra, parecía que ninguna determinación en el mundo iría a moverlos, parecían congelados por un terror que no conocía salvación. Cuando Maya llegó hasta una esquina del centro del pueblo, allí los tres se detuvieron, deteniéndose los dos amigos porque ella era la que se había quedado de pie, atónita, que era quien les controlaba la voluntad en ese momento.
En ese momento entonces observó aparecer desde una esquina del pueblo, a aquel fornido hombre de sus terrores, grasiento, arrastrando los eslabones marcados en su espalda como si fueran de fuego, del ancla que llevaba más atrás haciendo estragos el suelo. Sus músculos eran impresionantes, como la niña gitana continuaba creyendo, salidos de otro mundo, y parecía apretarlos con furia, determinado a destruir. Maya, con su sentido de justicia, protegió a los dos chicos y se quedó delante de ellos, extendiendo sus brazos en forma de cruz. Pero entonces pareció que el endiablado hombre perdió el interés, y dirigió su mirada hacia un lado. Allí había una casa, con la puerta que se había caído, dejando en descubierto la calidez del hogar que podía ser arrasada.
“Qué va a hacer” pensaba Maya horripilada. “¡Detente!” gritó, y sólo pudo observar impotente, cómo el hombre ingresaba a aquel lugar, sin olvidar el ancla tras de sí. Los dos niños, parecieron repentinamente despertar de su enajenamiento brutal, y entonces, tras una sacudida brusca de sus sentidos y de un golpe de realidad, gritaron, con todos sus pulmones:
— ¡¡No; se acerca donde nuestros padres!!
Efectivamente, aquella era la casa de esos dos hermanos unidos por los juegos desde la infancia, íntimos amigos de Maya. Ella, con su sentido de la justicia perjudicado, se quedó observando con pupilas planas como pailas negras, y se acercó al hogar sin importarle nada para evitar como fuera la tragedia. Pero nada pudo evitar, pues por entre la puerta, tras haber escuchado los horrendos gritos, vio las enormes espaldas del hombre como un portón inmenso de una ciudad, laceradas, cubiertas por algas cayendo, y sosteniendo en su mano cerrada los gruesos e imposibles de levantar para cualquier persona normal eslabones de la cadena. Además, en el suelo, había dos cabezas de unos padres con expresiones de profundo horror en sus rostros acompañado de sollozos, que sabían que su hora les había llegado, y estaban allí, tendidos sobre el suelo, esperando la sentencia de su colosal verdugo, un ser, que nunca habían imaginado ver en sus vidas.
¡Esos eran los padres de esos dos niños, sus amigos! Pensó presa del pavor. Llegó en mal momento Maya, pues, sin alcanzar a hacer nada, contempló cómo el hombre surgido de las siniestras profundidades del Lago Rapel levantaba el ancla llena de musgo con ambas manos, y la dejaba caer con una furia sobrenatural sobre los cuerpos de ambos padres ante los gritos angustiosos finales de sus víctimas, y los de sus hijos, impotentes pero deseosos de impedirlo. El resultado: Las cabezas reventadas sobre el suelo y las vísceras derramadas. El suelo crujió y se rompió casi entero, y casi se tragó el ancla para llevársela a las entrañas de la tierra.
Maya salió despavorida de aquel hogar, estallando en lágrimas. Los niños, huérfanos, se echaron a llorar también sobre sus rodillas, pero en cuanto vieron que el hombre mojado no tardaría en salir del hogar para dirigirse hacia ellos, echaron a correr, corroídos por el terror, y no se volvió a saber más de ellos. Pero según la dirección que tomaron, se podía estimar que se fueron para siempre hacia el cerro.
El pueblo entonces estaba más abandonado que nunca, y Maya parecía ser la única habitante restante. Se encontró sin embargo, con otros dos niños que se habían atrasado y corrían a perseguir a sus padres, que ya habían dejado el pueblo. Ellos, sí, no estaban muy enterados de lo que pasaba, y ni siquiera aún habían visto al ser descomunal que estaba provocando la tragedia del pueblo, por lo que se acercaron a Maya rápidamente, y le dijeron, ya que la conocían previamente de la feria del lugar:
— ¡Maya!, ¿qué harás? ¿Dejarás el pueblo también? —y le expresaron que desconocían por qué tan de súbito sus padres y la comunidad había decidido abandonar el pueblo donde siempre habían permanecido, pero sus pueriles personalidades les impedían también hacerse teorías certeras, por lo que pensaban que lo que decidían los adultos siempre tenía algún fundamento digno de seguir sin objetar. Maya, fuera de sí, les respondió que no podía irse, que iba a quedarse, les dijo:
—Tengo que detenerlo. —y entonces sus ojos llenos de brío y determinación se fijaron en aquel ser de otros ojos fulgurantes, llenos de una incomprensible crueldad y dotado de una musculatura difícil de creer. Pero los niños que estaban con ella no alcanzaron a horrorizarse, porque antes de contemplar al ser de otro mundo ya se habían marchado del pueblo fugazmente.
“Debe haber algún modo de hacerlo ceder…” pensaba. El hombre estaba destruyendo todo el pueblo, derrumbando casas con su ancla, hasta que, cuando Maya vio que toda rastro de su vida anterior se había perdido, habiéndose ese hombre encargado de arrasarla; viendo que sus padres la habían abandonado, que nada volvería a ser como antes lo había conocido, y más que todo, con una profunda indignación por ver lo que consideraba tradicional suyo desmoronado, el pueblo, las costumbres, los lugares de su infancia, gritó, sin importarle que el hombre de las profundidades fuera acercándose a ella, gritó, en un estallido de desahogo:
— ¡Detente! ¡Qué es lo que quieres!
El hombre la miró, con sus ojos de un brillo rojo, le sonrió, la maraña de cabellera le volvió a cubrir el rostro, y continuó destruyendo, y avanzando, llevando el ancla a cuestas.
— Por qué surgiste del lago, el Lago Rapel, que tantas emociones y alegrías nos ha traído, por qué viniste por el pueblo, qué es lo que buscas, cómo algo tan maligno como tú ha podido surgir del lago, ¡cuál es tu historia! —balbuceaba con dificultad Maya, en un estado de negación consigo misma, sin poder creer la realidad que la arremetía.
— ¿Por qué viniste del lago? ¿Qué es lo que quieres encontrar? ¿Tienes algo que ver con el lago, es eso? ¿Viniste desde las profundidades? ¡Qué es lo que quieres demostrar! —exclamó fuera de sí la niña. El hombre hasta ahora, no había despegado jamás sus labios más que para sonreír ante los destrozos, y nunca había dejado salir una palabra, pero en ese momento las palabras de Maya parecieron llegarle hasta dentro. “¿Hay algo en el lago?” fue lo que gritó Maya con su única intuición, que eso fue la guinda de la torta.
El hombre, surgido del Lago Rapel, volvió a formar anillos por los aires girando su ancla, luego la dejó caer a tierra, se dio una vuelta, y la arrastró consigo, en retirada, sin olvidarse antes de hacerle un gesto torpe a Maya para que lo siguiera. Maya por nada del mundo pensaba en seguirlo, pero si ahora se iría a retirar, y de esa forma comprobaría de dónde realmente había surgido, quizás sí, accedería a perseguirle el rastro, pero desde bastante lejos. Sin embargo, cambió de opinión, cuando vio que el hombre jamás volteaba, y comenzó a caminar tras él, pero a mucha distancia. El hecho de que no mostrara el mayor interés por dirigirse hacia ella de nuevo, y estuviera dejando el pueblo no quitaba la posibilidad de que todavía pudiera darle un golpe.
Maya lo siguió hasta la orilla del lago. Por muy increíble que pareciera, comprobó en esa instancia que ahora el hombre era inofensivo, pero aquello no quitaba todo el rencor de muerte que le tenía por haber destruido su pueblo. Sin embargo, debía haber una razón oculta hacia su repentino cambio de actitud. Algo soterrado debía haber, quizá un repentino interés, o una viciosa y oculta trampa que esperaría hasta el momento en que Maya se encontrara desprotegida, para matarla, luego de haberla llevado hasta su guarida. Pero efectivamente, algo tenía que ver con el Lago. Y a Maya ya no le importaba nada más, sino que tenía que seguirlo para esclarecer la respuesta de todo, y vio que el hombre se detuvo ante la orilla, y lanzó el ancla, muy hacia lo profundo. Una vez habiéndose desprovisto de ésta, por lo menos el peligro se reducía un poco, pero la suspicacia de la niña no se veía en casi para nada disminuida. El hombre, con su corpulento cuerpo atlético se echó al agua. Maya, con una certeza irrevocable, un sentido de descubrir todo, y abandonándose al propio peligro por el deseo imbatible de encontrar la respuesta, también se lanzó hacia el lago, internándose por las profundidades de su orilla.
Avanzaban, Maya soltaba el oxigeno en forma de burbujas y su vestido flotaba por entre las aguas mientras sus piernas aleteaban, y llevaba la mirada concentrada en el hombre, delante de ella, que se desplazaba con total facilidad, mientras vio a un lado cómo el ancla iba todavía cayendo para enterrarse entre las profundidades. El hombre se estaba retirando. Maya, mientras avanzaba, veía decenas de signos extraños de alguna lengua arcaica o atlántica estampados en las piedras y las arenas submarinas, intensos de un extraño brillo amarillo, signos de una lengua perdida. El hombre iba llegando hasta su guarida, y allí se encontraba la respuesta de todo, entre aquellos signos incomprensibles sobre su origen que Maya no podía esclarecer. Entonces la corpulenta figura del hombre desapareció entre un abismo de aguas negras que llevaba a la nada marítima, a una especie de portal hacia un vacío del lago que conectaba con la perdición del mar. Maya lo vio desaparecer, y entre aquella especie de cripta bajo el agua de signos incomprensibles y respuestas que le aclararían todo, pero que no podía descifrar, entre aquella sensación de misteriosa impotencia, volvió lo más rápido que pudo a la superficie mientras sentía que se le apretaba la garganta y antes de que se le acabara el aire.


Cuando estuvo en tierra otra vez pensó, sobre el náufrago surgido del Lago Rapel, que había emergido desde las aguas, de extraña y desconocida procedencia. Nunca iría a esclarecer su origen, ni de dónde había venido. Pero de lo que sí estaba segura es que volteaba y veía la destrucción de su pueblo atrás de ella, arrasado, sucumbido como si una ola inconmensurable del mar se hubiera alzado y se lo hubiera tragado, y todo su pasado destruido, y el sollozo se le asomaba a los ojos. Pero, su mente se quedaba firme en el tema, en el hombre de Rapel, que había surgido de sus aguas, aquel hombre increíble y malvado, rodeado de algas y de musgo húmedo, ¿de dónde había salido?

DarkDose



sábado, 8 de junio de 2013

Nuevos juegos añadidos al blog

Saludos, potenciales lectores del blog. Esta vez vengo a comunicarles que me he dedicado a añadir tres adictivos y atrapantes juegos al blog, que estoy seguro de que si les dedican un momento se llevarán un agradable rato de diversión. Se trata de los juegos The binding of Isaac, Plantas vs Zombies y Boxhead: 2Play Rooms. Todos estos juegos muy buenos, con una temática atractiva y una forma de jugar bastante entusiasta, por lo que si eres un aficionado por los videojuegos, la sección de juegos de terror está disponible en mi blog a la derecha para poder entrar y tener un buen rato de distracción.

Además de esto están mis relatos de terror, y los nuevos que habré de escribir, y siempre estoy subiendo contenido nuevo al blog, también pertinente a mis proyectos, por lo que siempre hay algo que descubrir.

Mis cordiales saludos a nadie.

DarkDose


viernes, 7 de junio de 2013

Los dragones carnavalescos (Fantasía/Relato)

Esta es una historia inverosímil, llena de fantasía, de esas que aparecen de vez en cuando en el puerto. No recuerdo bien si es que sucedió en el puerto de Valparaíso de Chile, o en otro lugar, pero lo más seguro es que fue en ese. Son de estas historias que te cuenta tu abuelo, un tío, tu primo, quizá algún extraño por ahí, pero en fin. No siempre se puede comprobar la fuente. Pero historias asombrosas con el poder de quedar en la memoria, siempre las hay.
Había un solitario joven, lánguido, de mirada desesperanzada, de cabello corto y desordenado, que gustaba pasearse por afuera de los comedores del puerto y mirar por las ventanas, buscar su inspiración, y luego alejarse. Solía después sentarse a la orilla de la playa, en la tierna y plácida arena. Gustaba de sacar su cuaderno siempre, y de anotar hasta el más mínimo detalle.
Aurelio se llamaba este chico. No había persona en el mundo que le gustara más escribir. Este adolescente escribía de mañana, de tarde y de noche. Era inseparable de su cuaderno que era su sustento, su alimento del espíritu. Cuando se sentía solitario escribía. Cuando quería escuchar las voces que le hablaban escribía. Pero siempre se sentía solitario, se había acostumbrado a retraerse de la comunidad.
Escribir era lo que más le agradaba. Era como un afán porfiado, como un remedio al que estaba viciado. ¿Y de dónde había sacado este gusto? Se podía pensar que quizá este se lo había pasado su abuelo, quien siempre le inculcó la magia de la escritura y las inagotables historias que pueden habitar en ella. Además, una infancia siempre llena de cuentos al dormir, por aquel cálido familiar como el abuelo, puede ser la raíz de una gran imaginación a futuro, y todas estas cosas fueron lo que le inspiraron el amor por su tozuda manía de escribir todo lo que veía en el día.
Pues resulta que, desde pequeño, Aurelio había tenido el presentimiento de que algún día tendría la misión de retratar algo importante en su escritura. Así como un diario de vida, en que habría de llegar un día que un acontecimiento importante anotado en él pasaría a la historia. Una tarde salió de comer de uno de los tantos restaurantes del puerto de Valparaíso, y a la salida se encontró con sus amigos. Un grupo de tres. La chica, Rosalinda, que era una bella muchacha santiaguina –la capital de Chile-, de una personalidad contagiosa, y dos despistados, que habían sido sus amigos desde los tiempos de la niñez. Inseparables y alargados.
Pasó a ser que Rosalinda andaba nuevamente con su afán de beber, cuando se le contempló una lata apretada en la mano, en aras de como siempre, buscar una jarana, o un carrete, como solía decirse en la jerga típica del lugar, que consiste en pasarla bien y tomar tragos. Se lo planteó a Aurelio, diciéndole:
— ¿Tienes ganas de hacer algo? ¿Por qué no nos acompañas a la playa a tomar y pasar un rato?
Aurelio venía con el estómago lleno después de comer, pero igualmente aceptó. Total, sabía que a Rosalinda no le gustaban las negaciones, y que era preferible compartir con ella antes que recibir un regaño sobre lo mal que le parecía que no participara en sus planes.
El grupo solía reunirse todas las tardes a la orilla de la playa. Ésta era una más de esas tardes. El sol entibiaba agradablemente los bordes de las cosas y la arena. Se sentaron los cuatro donde el término del agua mojaba apenas, con sus pequeñas olas haciendo un esfuerzo para llegar adelante, y allí se quedaron. Rosalinda sacó las latas de cervezas y se pusieron a beber un rato.
Por la calle estaban haciendo una fiesta de La Tirana improvisada, pues aunque no se hacía en esta región, sino más bien en Tarapacá, una de las últimas regiones al norte de Chile, igualmente este día era la excepción y había algunos organizadores que estaban llevando a cabo esta festividad. Aurelio miró, algo distraído, dio un sorbo al trago y sacó su cuaderno. Lo tuvo en mano por si tenía algo que anotar. Pronto comenzó a hacerlo. Rosalinda lo miró con una divertida sonrisa de sarcasmo, y le dijo:
—Mira, ya sacó su famoso cuaderno de nuevo.
—Este es un porfiado —dijo uno de sus amigos.
Aurelio no hizo caso y siguió con sus anotaciones. Un rato después, todos ya estaban algo bebidos, y comenzaban a experimentar los primeros síntomas del trago tales como el mareo y la leve fiebre, además de las risas que vinieron enseguida y una explosiva subida del humor. Comenzaban a conversar entonces y a reírse y a echarse para atrás. De pronto un sonido estremeció las aguas, y su cubierta se revolvió como si algo fuera a emerger de ellas. Dos inmensas sombras aparecieron, que se fueron acercando hacia un roquerío pegado a la orilla. La fiesta de La Tirana continuaba, pero ya se habían ido más lejos, y a la distancia, ya parecían escucharse como un susurro.
—Qué diablos fue eso —exclamó Aurelio ante el estrépito del mar y luego un súbito temblor, que remeció la arena sobre la que estaban sentados. Se incorporaron, como si les costara mantener el equilibrio. Entonces de las aguas, surgieron dos cuellos colosales que se alzaron hacia los cielos, y se les quedaron mirándolos, desde arriba. Eran cuellos coloridos, adornados con argollas pintados a ellos. Las cabezas, en las puntas de estos cuellos todavía chorreaban agua fresca, por haber estado sumergidos en lo más profundo de las aguas. Eran como de cuento, eran dos serpientes marinas colosales. Aurelio sintió que se le mojaban los pantalones porque creyó que se había meado, pero realmente le había caído un torrente de agua que habían levantado estas dos serpientes. Los demás del grupo, se quedaron mirando incrédulos, sin saber qué hacer, especialmente Rosalinda, paralizada.
Los otros dos lánguidos alargados jóvenes salieron corriendo asustados. Muy amigos de la infancia podrán haber sido de Aurelio, pero sus temores eran más grandes y sus vergüenzas menores, y preferían escapar que quedarse a contemplar algo que jamás habían visto, y morir. Aurelio, atónito ante algo totalmente imposible, se quedaban observando a las serpientes marinas, sin hacer movimiento alguno, con la boca tan abierta como el vasto mar. Sacó su cuaderno lentamente entonces, en un ademán por escribir lo que estaba viendo, pero un nuevo estrepitoso rugir de las aguas fue como una advertencia de que podía ser peligrosa la cercanía, y un temblor lo echó volando. Y Rosalinda, para protegerlo, lo afirmó y se lo llevó hacia atrás, donde se escondieron por unas rocas.
—Qué estás pensando, haberte quedado parado allí, tonto —le dijo.
—Yo no sé, sólo sé que he visto algo inédito, como si fuera una historia de mi abuelo —dijo Aurelio.
Se quedaron mirando a las serpientes, que golpeaban con sus grandes olas la superficie del mar y causaban un escándalo de ruido y levantaban enormes cantidades de agua por los aires. En vez de luchar, como se hubiera podido creer según lo que se veía, más bien parecían jugar. Eran tan monstruosas, que espantaban a cualquiera, ¿y de dónde rayos habían salido esos dos monstruos marinos?, se preguntaba Aurelio. Llegó a una impresionante deducción después: Por los colores, se parecían a los trajes y máscaras que usaban en La Tirana. Quizá aquellas serpientes eran dos divinidades de las que se representaban en esas máscaras que usaban los bailarines y artistas de aquella celebración. Aurelio, horrorizado, no podía parar de contemplarlas aun con el miedo que le provocaban. Con su cuaderno empezó a describirlas. “Hoy he visto dos monstruos marinos”, anotó.
—Deja ese cuaderno y vámonos —le dijo Rosalinda. Pero las serpientes eran tan vastas, que de un coletazo alcanzaron el lugar donde estaban ellos, y salieron expulsados por los aires. Eran tan alargadas que parecía que irían a salirse de las aguas y perseguirlos en cualquier momento, entonces realmente se atemorizaron, y corrieron. Ya después de un rato no supieron más de las serpientes, y no sabían si habían desaparecido porque no se atrevían a volver para comprobarlo, estaban aterrados de verlas de nuevo.
Después, para olvidar aquella delirante experiencia se sentaron en unos bordes de piedra en la terraza arriba de la playa. Ahí se pusieron a beber, para como dije, olvidar. Creían que bebiendo irían a alejar la experiencia que pensaban que había sido una alocada quimera de la borrachera, pero no sabían que era totalmente real, más de lo que pensaban. Aunque habían visto a dos serpientes que parecían de cuento, pero estaban allí, se habían vuelto a sumergir en las aguas, y habían visto a sus presas, ellos, los humanos, y si no se hubieran alejado los habrían matado de un coletazo.
—Vamos a olvidarnos de esto tomando. Y porqué no me besas, quizá así nos ponemos a pensar en otras cosas.

— ¿Besarte? —preguntó Aurelio extrañado. Entonces Rosalinda acercó su rostro al suyo, y con sus dulces labios de esencia de frutilla le dio un beso, le sostuvo la mejilla con una de sus tiernas manos de santiaguina y ahí estuvieron, dándose un placer rutinario, desentendido, improvisado. Aurelio después pensó en su cuaderno, y supo que había anotado sobre estas dos serpientes en él. Por fin había anotado algo importante, una realidad, una historia fantástica que le había llegado a pasar un día. Después no continuó frecuentando la playa. De él no se supo más, y desapareció.

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