Su
abuela solía contarle muchas historias a ella, pero ninguna habría sido
comparable a la que le tocó vivir esa tarde, cuando desde el entrañable lago el
cual estaba acostumbrada a contemplar desde su infancia, había surgido algo que
nunca habría esperado, algo, un hombre, que habría de traer terror al pueblo de
inmediato, y que nadie nunca tuvo la certeza total sobre cómo había salido
desde las profundidades del lago, y por qué era que yacía enterrado bajo sus
turbias aguas.
Desde
muy niña, por la calidad de gitanos de su familia a ella le había tocado
habitar en diversas partes, recorriendo varias regiones, hasta definitivamente
llegar a asentarse a una que su familia determinó como adecuada, donde irían a
establecerse definitivamente. Allí fueron surgiendo económicamente con su
dedicación a vender artesanías y muchas más cosas confeccionadas manualmente de
sus tradiciones, tales como accesorios, vestuario, adornos y souvenirs del lago, que estaba ubicado inmediatamente
al antiguo y pintoresco pueblo donde se habían asentado, que éste era el lugar
donde habían asegurado su permanencia de por vida tras haber recorrido páramos
y comunidades, haciendo numerosas paradas entre destinos. Ahora, este pueblito
de Rapel quedaba justo a la orilla del vasto lago característico de la zona.
Pero no
vamos a ser tan redundantes en cuanto al lago, que lo que nos atañe ahora es el
pueblo.
El
pueblo era tranquilo, hasta que una tarde en que los cielos intrincados se
encontraban oscurecidos, y los espesos nubarrones parecían anunciar un vendaval
fuerte, algo surgió de las aguas, algo que destiló las gotas entre los dedos de
su mano, y asomó un brazo fuerte, lleno de vello, con algas enredadas entre el
antebrazo y la muñeca. Enseguida, tras haber asomado la extremidad, apareció
una cabeza llena de cabellos mojados y lisos, que cubrían un rostro sombrío.
Tras eso, lo último que se alcanzó a contemplar fue un pectoral fuerte que
apareció, marcado por músculos, de la silueta de un cuerpo que el lago le
tapaba hasta la cintura. La visión del hombre demoniaco se arrastró por las
profundidades en que estaba envuelto el resto de su cuerpo, combatiendo a las
aguas con las rodillas y enterrándose en la arena, y avanzó, todavía rezumando
agua de su cuerpo. Era alguien de una condición corporal sobrenatural. Aferrada
a su firme mano, arrastraba algo que parecía partir las aguas. Era el grueso
eslabón de una cadena que ni el hombre más fuerte podía levantar. Iba
trasladándose hacia la orilla donde se encontraba el pueblo, y los cielos de
tempestad parecían hacerle sombra. Era el solitario y vigoroso de una forma
desmedida, hombre que había surgido de las entrañas de Rapel. Nadie estuvo ahí
para contemplarlo, pero el estruendo que provocó en las aguas como un eco, se
extendió hacia todo el pueblo, alborotando a sus habitantes como alertados por
un terremoto.
La
sombra fornida del hombre avanzaba tras haber alcanzado las orillas, castigando
las arenas húmedas bajo sus pies, mientras algo que salía desde la profundidad
del mar lo acompañaba: Era un ancla, así es, un ancla de barco que arrastraba
consigo con una fuerza que no era de este mundo. En todo momento su rostro iba
cubierto por sus grasosos cabellos, pero todo el tiempo también tenía aquella
especie de aura sombría que lo envolvía. Sus brazos fuertes parecían capaces de
levantar un buque. Iba desnudo, pero su entrepierna se la tapaban las algas,
así como la mayoría de su cuerpo. A medida que avanzaba parecía abrir un camino
entre las arenas. Cuando fue llegando al pueblo, estando tan cerca, el susurro
del vendaval entre los cielos parecía intensificarse, y una fuerte ráfaga de
viento rompía a veces el silencio y arrebataba la tranquilidad.
En el
pueblo, el susurro del vendaval iba tiñendo el horizonte y acercándose, pero
donde estaba la mayor concentración de gente y el centro del pueblo, todavía
brillaba el sol, débilmente, como si en cualquier momento fuera a apagarse de
un soplido. Allí estaba Maya, la chica gitana sobre quien ha sido expuesta
anteriormente una descripción sobre su familia, y lo nómades que eran. Maya era
también una tradicional gitana, y vivía aferrada a las costumbres impuestas de
sus padres. Previamente había estado cercana a la playa, sobre las rocas,
contemplando la grisácea tarde. Pero entonces fue que sintió un ligero temblor
en la superficie de las aguas, y unos anillos surgieron sobre la superficie
misma como si algún animal extraño fuera a emerger de allí, por eso se asustó y
volvió al pueblo. Cuando llegó primero fue a su casa, y le dijo a sus padres:
“Al parecer habrá una tempestad”. Sin embargo, el cielo no estaba del todo
oscuro, y Maya aprovechó el rato libre que tenía para juntarse con algunas
amistades del pueblo.
Maya,
como ya ha quedado claro, era una chica gitana de unos doce años de edad.
Aceptaba la historia sobre su pueblo y le gustaba, era respetuosa con las
tradiciones además que nunca se hubiera atrevido a desobedecer a sus padres, que eran
muy rígidos con ellas. Por eso siempre andaba vestida con las ropas
tradicionales. Sus cabellos eran del color de una calabaza, tenía algunas pecas
adornando la parte baja de los ojos, y siempre se tapaba la cabeza con un paño
color naranja. La falda larga, le llegaba hasta los zapatos negros. Maya se
juntaba con unos dos niños más del pueblo, con quienes se ponía a conversar un
rato. Más tarde era hora de volver a su casa y ponerse a confeccionar
artesanías, que solían vender en las ferias que se hacían en la localidad. Maya
era feliz en ese pueblo. Sin embargo, cuando les anunció a sus padres esa
mañana después de almuerzo que los cielos estaban extraños, no pudo haber
estado menos equivocada, y cuando sintió que la incipiente tempestad que podía
ocurrir se acercaba de nuevo, tuvo un mal presentimiento que sólo alguien tan
clarividente como ella, que en unos años más iría a ser intérprete del tarot,
podía tener.
Sus
amigos, notando su inquietud, le preguntaron, confusos:
—Maya,
¿qué es lo que te sucede? ¿Has visto algo raro?
—No sé
muy bien, creo que algo fuera de lugar pasará. Me gustaría estar en mi casa
ahora; prefiero retirarme…
—Bueno,
como te ves tan preocupada será mejor que nos veamos al día siguiente. Mañana
nos encontramos —dijo uno de sus amigos de forma optimista, y se despidieron.
Maya se quedó sola entonces y buscó a través del pueblo el camino a su casa.
Como la
que parecía ser una inminente tempestad la desconcertaba, primero decidió ir un
rato a la orilla del Lago Rapel a ver qué ocurría. Allí las aguas estaban más
intranquilas que nunca, a la vez que los cielos, que también parecían rabiosos.
Entonces fue a sentarse sobre unas rocas, como en la mañana, y se quedó allí
mirando el estado de las aguas, solitaria, con una nostalgia, viendo el
desolado ambiente. Transcurrió un rato allí, meditando entre aquel abandonado
sector, cuando unos gritos de horror del pueblo la espantaron, le erizaron los
pelos, y volvió apresurada hacia su localidad, cuando todo este estruendo de
griteríos la hacían pensar en lo peor, y creer que había sucedido una tragedia.
Cuando
llegó al pueblo, desconcertada, allí se encontró entre toda la corriente de
gente desordenada escapando, saliendo de sus hogares despavorida. Maya nunca se
habría imaginado qué estaba ocurriendo, pero tenía la intuición de que quizá
tenía que ver con algo salido del lago, porque por allá se encontraban los
rastros mojados de algo que había emergido y caminó por las arenas. En un
atisbo fugaz, vio a sus padres escapando aterrorizados, vio a su padre llevando
firmemente de la mano a su madre que estallaba en sollozos. Maya, horrorizada,
les gritó:
— ¡Qué ocurre!
Pero su
padre, totalmente fuera de sí, le respondió:
— ¡Ven
con nosotros, vamos a buscar nuestras pertenencias a la casa y larguémonos de
aquí! —y le extendió una mano vehementemente para aprisionarla y llevársela
consigo. Sin embargo, Maya, que estaba más desconcertada que todo habitante del
pueblo, y quien por un sentido de justicia quería realmente averiguar qué era
lo que estaba aconteciendo, se negó, esquivó la mano de su padre y se mantuvo
fuera de su alcance. Su padre, fuera de sus cabales, le gritó: “¡Qué estás
haciendo, ven acá, Maya, te lo ordeno!”, pero Maya se negó rotundamente y
escapó de la desesperación de sus padres, con intenciones de abandonarlos
momentáneamente, pero como también le preocupaban, tenía también el deber de
volver enseguida en cuanto se esclareciera sobre lo que estaba ocurriendo.
Habiendo
llegado al centro del pueblo tuvo una visión de pesadilla. Allí, entre la nada
que quedaba porque por los alrededores estaba toda la gente revoloteando con
pavor, vio como un fornido espectro de hombre, porque parecía de otro mundo, un
ser, desarrollado completamente en músculos, con unos pectorales sorprendentes,
con su descomunal cuerpo cubierto por algas que caían por todo su ser, y con
una maraña de cabellos que todavía no dejaba verle el rostro. Pero en un
momento, levantó algo más la cabeza, y los cabellos le descubrieron una mirada
siniestra, que evidentemente escondía maldad, con la cual sonrió mostrando unos
ojos fulgurantes y rojos. Era un hombre, pero ¿de dónde?, pensaba Maya, y aquel
fulgor en sus pupilas parecía de poseído. Además, cuando se lo encontró ahora
no estaba completamente solo. Al lado de él venía acompañándolo una criatura al
parecer también surgida de otro mundo, o de las profundidades más misteriosas
del lago; era una langosta enorme, de un color negro, que se paraba en dos
patas y ostentaba con sus grandes pinzas que parecían capaces de cortar a un
hombre por la mitad. Esta criatura era una especie de súbdito del primer hombre
corpulento, que todavía arrastraba el ancla que había sacado del mar consigo.
Maya, totalmente atónita, se quedó paralizada del impacto.
El
animal que venía acompañándolo hacía un estruendo con sus pinzas, cerrándolas
como un instrumento, y el hombre hizo fuerzas con sus brazos para atraer el
ancla hacia sí, que se había quedado atrás, y la tuvo entonces justo tras sus
pantorrillas. Entonces, arrastrándola más cerca, comenzó a avanzar otra vez
siempre en dirección hacia el pueblo, y hacia Maya misma. Ella, como
petrificada, comprendió que su vida podía correr peligro, y sólo entonces se
dio a una desesperada carrera hacia el pueblo para huir de allí.
Pero
algo llamó la atención del fenomenal y espantoso hombre, y volvió la mirada
hacia su izquierda, donde se encontraba una reciente autopista con los autos
transitando a velocidad, que no se enteraban de lo que estaba pasando. Lo llamó
su apetito de destrucción, y el hombre, para ganar más velocidad, trepó sobre
la langosta gigantesca que lo acompañaba, y habiendo montado sobre su lomo la
tiró fuertemente por los bigotes y la condujo hacia aquella dirección. La
langosta, se levantó en sus dos patas en un ademán de furia, chasqueó fuerte
sus pinzas y se lanzó en la carrera. Iba el hombre montado sobre la langosta,
llevando el ancla a rastras por los aires, y la visión era inverosímil. Maya
todavía no podía cerrar la boca de la impresión, y antes de haberse dirigido
hacia el pueblo escapando, comprendió que tenía que seguir a aquel ser
monumental por si por algún designio del destino pudiera impedir el desastre
que seguramente iría a causar. Entonces su voluntad pudo más que su profundo
miedo, y lo siguió, yendo a centímetros de las patas traseras de la gran
langosta, en una posición peligrosa, pues parecía inminente que en cualquier
momento voltearía y la atacaría.
Surcaban
las tierras del pueblo a gran velocidad, hasta que langosta y su amo llegaron a
la autopista. Allí, al ver que dos criaturas de tamaño titánico se habían
detenido en medio del pavimento, los automóviles y camiones que transitaban frenaron
de golpe y se atropellaron entre ellos. Vidrios rotos, motores quemados, ese
fue el resultado. Algunos conductores se bajaban furiosos a ver qué ocurría, a
proferir palabrotas, pero entonces veían a un hombre mil veces más enorme que
ellos montado sobre un monstruo, y horrorizados, salían corriendo simplemente
volviéndose locos y perdiéndose por los cerros. El hombre se bajó de la
langosta, levantó sus potentes brazos y empezó a hacer giros con el ancla sobre
los aires, ante el pavor de quienes se habían bajado de sus autos gritando
aterrados. Entonces dejó caer el ancla, con el peso de mil barcos sobre la
carretera, y aplastó unos tres autos de un solo golpe. Sus piezas estallaron y
la chatarra saltó volando. Pobres de quienes se encontraban aún en esos
vehículos, porque seguramente se habían vuelto nada más que un charco de sangre
aplastado bajo el parabrisas. Acto seguido, después de destrozar los
automóviles, la langosta imitando a su amo se vio libre y empezó a comerse los
que quedaban, rompiéndolos como si fueran un frágil cristal con sus desmedidas
pinzas. Maya vio todo esto, todo este salvajismo, y se quedó perpleja, como
siempre. Ahora no hallaba qué hacer. Los dos monstruosos seres habían hecho
añicos los vehículos que en ese momento estaban en la carretera y habían
cortado todo el tránsito. Entonces, el hombre, con su determinada mirada de
ojos fulgurantes, volteó hacia el pueblo. Dejó a su langosta libre, y continuó
sin ella. Pero, para no dejar desperdicios, le dejó caer el ancla encima con
gran facilidad y la destrozó por completo, convirtiéndola como en una aplanada
masa negra y roja por la sangre, por cuya masa se asomaron sus ojos reventados.
Maya
entonces, volvió a irse al pueblo, horrorizada.
Cuando
efectivamente la tempestad pareció avecinarse realmente sobre el pueblo,
comenzó primero una violenta llovizna, que tras una media hora, ante la
profunda sorpresa de Maya, lo había transformado completamente. Cuando llegó,
se vio en el centro del pueblo, en medio de casas que ahora parecían de madera
podrida, como si estuvieran bajo el agua; se vio entre calles remojadas, tanto,
que parecía que iban a llevarse sus pies y a hundirla. El musgo se apegaba a la
madera devastada de las casas ladeadas, y la fuente principal del pueblo estaba
desbordada. Asimismo, había trozos de algas por doquier, por las calles, por
los techos, por donde fuera que se mirase. De pronto Maya creyó encontrarse en
un pueblo submarino, y pensó por un momento si es que aquel hombre atroz
surgido del lago había convocado toda esta desgracia y decadencia. Ya no había
rastro de sus padres; es más, ya no había casi rastro alguno de algún habitante
del pueblo. El ambiente como de submarino, la humedad intensa, había arrasado
todo. Parecía que el pueblo iba a desmoronarse en cualquier momento, y que el
lago llegaría desde el horizonte para devorarlo.
Maya
escapaba, por las calles, por entre las estrechuras de las casas, cuando oía el
murmullo de los pasos trepidantes del increíble hombre del mar, que producía un
fragor que se arrastraba por todo el pueblo cuando traía su ancla consigo,
rompiendo los suelos y formando un camino con los trozos de los caminos mismos.
Todas las casas parecían abandonadas, y era justificable si es que todo habitante
había abandonado sus pertenencias y se había marchado en el acto. Nadie hubiera
tenido el valor para quedarse allí y hacerle frente a aquel hombre, a excepción
de Maya, que llena de pavor, se negaba a abandonar su pueblo. Como ya sabía
ella, sus padres habían desaparecido. Pero como se resistía a creer que la
habían abandonado, pronto tuvo la teoría de que quizá habían muerto, y esto le
estremeció las entrañas en una especie de escalofrío de tristeza. Lo que ya
quedaba del pueblo era la nada. Y ella no tenía nada al alcance de sus manos
para hacer algo al respecto, sobre la tragedia producida por el temor que había
traído este hombre cubierto de algas y pestilencias marítimas.
De
pronto, entre las ruinas que quedaban del pueblo, que pronto iría a ser tragado
por la humedad y posiblemente después por el lago, Maya vio a los únicos dos
vestigios que parecían quedar del pueblo; eran dos niños, que eran sus
conocidos, amigos, con quienes había estado en la mañana. El profundo terror
imprimido en sus rostros era lamentable y parecía indeleble. Era atroz ver a
aquellos chiquillos, lánguidos, con unas miradas traumadas similares a como si
no hubieran dormido en unos diez días, indefensos y perplejos en estado
constante. No eran lo que habían sido apenas en la mañana. Maya corrió hacia
ellos y les advirtió:
—Está
bien, me he decidido; dejaré el pueblo, ¡pero síganme y salgamos de aquí
enseguida!
Los tomó
por las manos y los tiró, obligándolos a irse con ella, pues, en el estado
inerte en que estaban, como una piedra, parecía que ninguna determinación en el
mundo iría a moverlos, parecían congelados por un terror que no conocía
salvación. Cuando Maya llegó hasta una esquina del centro del pueblo, allí los
tres se detuvieron, deteniéndose los dos amigos porque ella era la que se había
quedado de pie, atónita, que era quien les controlaba la voluntad en ese
momento.
En ese
momento entonces observó aparecer desde una esquina del pueblo, a aquel fornido
hombre de sus terrores, grasiento, arrastrando los eslabones marcados en su
espalda como si fueran de fuego, del ancla que llevaba más atrás haciendo
estragos el suelo. Sus músculos eran impresionantes, como la niña gitana
continuaba creyendo, salidos de otro mundo, y parecía apretarlos con furia,
determinado a destruir. Maya, con su sentido de justicia, protegió a los dos
chicos y se quedó delante de ellos, extendiendo sus brazos en forma de cruz.
Pero entonces pareció que el endiablado hombre perdió el interés, y dirigió su
mirada hacia un lado. Allí había una casa, con la puerta que se había caído,
dejando en descubierto la calidez del hogar que podía ser arrasada.
“Qué va
a hacer” pensaba Maya horripilada. “¡Detente!” gritó, y sólo pudo observar
impotente, cómo el hombre ingresaba a aquel lugar, sin olvidar el ancla tras de
sí. Los dos niños, parecieron repentinamente despertar de su enajenamiento
brutal, y entonces, tras una sacudida brusca de sus sentidos y de un golpe de
realidad, gritaron, con todos sus pulmones:
— ¡¡No;
se acerca donde nuestros padres!!
Efectivamente,
aquella era la casa de esos dos hermanos unidos por los juegos desde la
infancia, íntimos amigos de Maya. Ella, con su sentido de la justicia
perjudicado, se quedó observando con pupilas planas como pailas negras, y se
acercó al hogar sin importarle nada para evitar como fuera la tragedia. Pero
nada pudo evitar, pues por entre la puerta, tras haber escuchado los horrendos
gritos, vio las enormes espaldas del hombre como un portón inmenso de una
ciudad, laceradas, cubiertas por algas cayendo, y sosteniendo en su mano
cerrada los gruesos e imposibles de levantar para cualquier persona normal
eslabones de la cadena. Además, en el suelo, había dos cabezas de unos padres
con expresiones de profundo horror en sus rostros acompañado de sollozos, que
sabían que su hora les había llegado, y estaban allí, tendidos sobre el suelo,
esperando la sentencia de su colosal verdugo, un ser, que nunca habían
imaginado ver en sus vidas.
¡Esos
eran los padres de esos dos niños, sus amigos! Pensó presa del pavor. Llegó en
mal momento Maya, pues, sin alcanzar a hacer nada, contempló cómo el hombre
surgido de las siniestras profundidades del Lago Rapel levantaba el ancla llena
de musgo con ambas manos, y la dejaba caer con una furia sobrenatural sobre los
cuerpos de ambos padres ante los gritos angustiosos finales de sus víctimas, y
los de sus hijos, impotentes pero deseosos de impedirlo. El resultado: Las
cabezas reventadas sobre el suelo y las vísceras derramadas. El suelo crujió y
se rompió casi entero, y casi se tragó el ancla para llevársela a las entrañas
de la tierra.
Maya
salió despavorida de aquel hogar, estallando en lágrimas. Los niños, huérfanos,
se echaron a llorar también sobre sus rodillas, pero en cuanto vieron que el
hombre mojado no tardaría en salir del hogar para dirigirse hacia ellos,
echaron a correr, corroídos por el terror, y no se volvió a saber más de ellos.
Pero según la dirección que tomaron, se podía estimar que se fueron para
siempre hacia el cerro.
El
pueblo entonces estaba más abandonado que nunca, y Maya parecía ser la única
habitante restante. Se encontró sin embargo, con otros dos niños que se habían
atrasado y corrían a perseguir a sus padres, que ya habían dejado el pueblo.
Ellos, sí, no estaban muy enterados de lo que pasaba, y ni siquiera aún habían
visto al ser descomunal que estaba provocando la tragedia del pueblo, por lo
que se acercaron a Maya rápidamente, y le dijeron, ya que la conocían
previamente de la feria del lugar:
—
¡Maya!, ¿qué harás? ¿Dejarás el pueblo también? —y le expresaron que
desconocían por qué tan de súbito sus padres y la comunidad había decidido
abandonar el pueblo donde siempre habían permanecido, pero sus pueriles
personalidades les impedían también hacerse teorías certeras, por lo que
pensaban que lo que decidían los adultos siempre tenía algún fundamento digno
de seguir sin objetar. Maya, fuera de sí, les respondió que no podía irse, que
iba a quedarse, les dijo:
—Tengo
que detenerlo. —y entonces sus ojos llenos de brío y determinación se fijaron
en aquel ser de otros ojos fulgurantes, llenos de una incomprensible crueldad y
dotado de una musculatura difícil de creer. Pero los niños que estaban con ella
no alcanzaron a horrorizarse, porque antes de contemplar al ser de otro mundo
ya se habían marchado del pueblo fugazmente.
“Debe
haber algún modo de hacerlo ceder…” pensaba. El hombre estaba destruyendo todo
el pueblo, derrumbando casas con su ancla, hasta que, cuando Maya vio que toda
rastro de su vida anterior se había perdido, habiéndose ese hombre encargado de
arrasarla; viendo que sus padres la habían abandonado, que nada volvería a ser
como antes lo había conocido, y más que todo, con una profunda indignación por
ver lo que consideraba tradicional suyo desmoronado, el pueblo, las costumbres,
los lugares de su infancia, gritó, sin importarle que el hombre de las
profundidades fuera acercándose a ella, gritó, en un estallido de desahogo:
—
¡Detente! ¡Qué es lo que quieres!
El
hombre la miró, con sus ojos de un brillo rojo, le sonrió, la maraña de
cabellera le volvió a cubrir el rostro, y continuó destruyendo, y avanzando,
llevando el ancla a cuestas.
— Por
qué surgiste del lago, el Lago Rapel, que tantas emociones y alegrías nos ha
traído, por qué viniste por el pueblo, qué es lo que buscas, cómo algo tan
maligno como tú ha podido surgir del lago, ¡cuál es tu historia! —balbuceaba
con dificultad Maya, en un estado de negación consigo misma, sin poder creer la
realidad que la arremetía.
— ¿Por
qué viniste del lago? ¿Qué es lo que quieres encontrar? ¿Tienes algo que ver
con el lago, es eso? ¿Viniste desde las profundidades? ¡Qué es lo que quieres
demostrar! —exclamó fuera de sí la niña. El hombre hasta ahora, no había
despegado jamás sus labios más que para sonreír ante los destrozos, y nunca
había dejado salir una palabra, pero en ese momento las palabras de Maya
parecieron llegarle hasta dentro. “¿Hay algo en el lago?” fue lo que gritó Maya
con su única intuición, que eso fue la guinda de la torta.
El
hombre, surgido del Lago Rapel, volvió a formar anillos por los aires girando
su ancla, luego la dejó caer a tierra, se dio una vuelta, y la arrastró
consigo, en retirada, sin olvidarse antes de hacerle un gesto torpe a Maya para
que lo siguiera. Maya por nada del mundo pensaba en seguirlo, pero si ahora se
iría a retirar, y de esa forma comprobaría de dónde realmente había surgido,
quizás sí, accedería a perseguirle el rastro, pero desde bastante lejos. Sin
embargo, cambió de opinión, cuando vio que el hombre jamás volteaba, y comenzó
a caminar tras él, pero a mucha distancia. El hecho de que no mostrara el mayor
interés por dirigirse hacia ella de nuevo, y estuviera dejando el pueblo no
quitaba la posibilidad de que todavía pudiera darle un golpe.
Maya lo
siguió hasta la orilla del lago. Por muy increíble que pareciera, comprobó en
esa instancia que ahora el hombre era inofensivo, pero aquello no quitaba todo
el rencor de muerte que le tenía por haber destruido su pueblo. Sin embargo,
debía haber una razón oculta hacia su repentino cambio de actitud. Algo
soterrado debía haber, quizá un repentino interés, o una viciosa y oculta
trampa que esperaría hasta el momento en que Maya se encontrara desprotegida,
para matarla, luego de haberla llevado hasta su guarida. Pero efectivamente,
algo tenía que ver con el Lago. Y a Maya ya no le importaba nada más, sino que
tenía que seguirlo para esclarecer la respuesta de todo, y vio que el hombre se
detuvo ante la orilla, y lanzó el ancla, muy hacia lo profundo. Una vez
habiéndose desprovisto de ésta, por lo menos el peligro se reducía un poco,
pero la suspicacia de la niña no se veía en casi para nada disminuida. El
hombre, con su corpulento cuerpo atlético se echó al agua. Maya, con una
certeza irrevocable, un sentido de descubrir todo, y abandonándose al propio
peligro por el deseo imbatible de encontrar la respuesta, también se lanzó
hacia el lago, internándose por las profundidades de su orilla.
Avanzaban,
Maya soltaba el oxigeno en forma de burbujas y su vestido flotaba por entre las
aguas mientras sus piernas aleteaban, y llevaba la mirada concentrada en el
hombre, delante de ella, que se desplazaba con total facilidad, mientras vio a
un lado cómo el ancla iba todavía cayendo para enterrarse entre las
profundidades. El hombre se estaba retirando. Maya, mientras avanzaba, veía
decenas de signos extraños de alguna lengua arcaica o atlántica estampados en
las piedras y las arenas submarinas, intensos de un extraño brillo amarillo,
signos de una lengua perdida. El hombre iba llegando hasta su guarida, y allí
se encontraba la respuesta de todo, entre aquellos signos incomprensibles sobre
su origen que Maya no podía esclarecer. Entonces la corpulenta figura del
hombre desapareció entre un abismo de aguas negras que llevaba a la nada
marítima, a una especie de portal hacia un vacío del lago que conectaba con la
perdición del mar. Maya lo vio desaparecer, y entre aquella especie de cripta
bajo el agua de signos incomprensibles y respuestas que le aclararían todo,
pero que no podía descifrar, entre aquella sensación de misteriosa impotencia,
volvió lo más rápido que pudo a la superficie mientras sentía que se le
apretaba la garganta y antes de que se le acabara el aire.
Cuando
estuvo en tierra otra vez pensó, sobre el náufrago surgido del Lago Rapel, que
había emergido desde las aguas, de extraña y desconocida procedencia. Nunca
iría a esclarecer su origen, ni de dónde había venido. Pero de lo que sí estaba
segura es que volteaba y veía la destrucción de su pueblo atrás de ella,
arrasado, sucumbido como si una ola inconmensurable del mar se hubiera alzado y
se lo hubiera tragado, y todo su pasado destruido, y el sollozo se le asomaba a
los ojos. Pero, su mente se quedaba firme en el tema, en el hombre de Rapel,
que había surgido de sus aguas, aquel hombre increíble y malvado, rodeado de
algas y de musgo húmedo, ¿de dónde había salido?