domingo, 29 de junio de 2014

Aquí nos comemos a los invitados

Sólo les dijeron que se trataba de un reality show. Iban con esa idea en mente cuando se dirigieron allí. La noche anterior se efectuó una llamada a múltiples números. Cada uno descolgó el teléfono. “Te buscábamos. Participa con nosotros, tenemos una millonaria recompensa”, fue la frase que los atrajo. Luego se les citó al lugar. En grupo caminaron media hora por terrenos desconocidos, hasta hallar en lo profundo del bosque una cabaña negra. Ni rastro había de los supuestos organizadores. “¿Será aquí?”, se preguntaron. El más tímido, Aldo, ante la puerta, hizo sonar la aldaba, una argolla oxidada con cabeza de toro. Nadie respondió, así que por unanimidad decidieron pasar.

Los seis integrantes no podían distar más entre sí. Estaban Aldo, el chico taciturno, quien aceptó la invitación porque precisaba del dinero para visitar a una chica en otro país. Sor Viveka, una monja rusa que había entrado sosteniendo el rosario mientras murmuraba rezos. Sus amigas la habían estimulado a probar la experiencia. Magdalena, “Magda”, una chica pelirroja algo inquieta, agresiva, a la que le gustaba pasar por cosas que la dejaran fuertemente marcada, sucesos impactantes. Los únicos que no se diferenciaban eran dos gemelos, cuyos nombres no quisieron decir, que pasaban pegados. El último, Paulo, un pintor español, era el más arisco y soberbio del grupo.

Al principio se mantuvieron juntos. Estaba oscuro y los interruptores no funcionaban; únicamente por las ventanas entraba leve luz al vestíbulo. Pero conforme pasaron los minutos, se disgregaron. Aldo se internó en un pasillo, entró a una habitación para inspeccionarla, y al retornar a la puerta notó que en la parte superior había un hilo con una campana plateada. Siguió el hilo y se dio cuenta de que se extendía por la casa, con muchas campanas más. A la vez el resto de los participantes hizo el mismo descubrimiento. Cada uno sintió la forma de éstas con sus manos, recorriéndolas, cuando, desde algún lugar, se oyó el tañido de otras. Asombrado cada uno a su manera, corrieron de vuelta al vestíbulo, donde comentaron la experiencia. Aldo preguntó quién había sonado las campanas.

—Juro que yo no he sido —añadió.

Sor Viveka, agitada, profirió un rosario en su idioma, lo cual fue intranquilizador.

Aldo pasó la mirada por cada integrante. Los gemelos negaron con la cabeza. “Yo tampoco fui”, dijo Magda. Paulo no respondió. En cambio, alzó la mirada y comentó:

—Ya que ninguno de nosotros ha sido, propongo que investiguemos dividiéndonos en parejas. —Luego volteó y reflexionó sobre si quizá podía conseguir la recompensa resolviendo el misterio de las campanas.

Magda aferró firme el brazo de Aldo, los gemelos se adelantaron y Paulo quedó junto a sor Viveka. A Aldo no le hubiera agradado la idea de acompañar a la monja, pues parecía estar loca. Magda se veía algo ruda, pero era mejor que nada. Los dos atravesaron pasillos, la cabaña se alargaba más, pensaban que quizá estaban en una extensión de ésta, no sabían hasta dónde iban a llegar. Era tarde, aunque desconocían la hora, no se veía un reloj en toda la casa. Ingresaron a un dormitorio con una cama de dos plazas, se tendieron y, debido al cansancio, cerraron los ojos. Durmieron treinta minutos. Al despertar, escucharon las campanas sonando ruidosamente.

—¿Quién diablos las hace sonar? —preguntó Magda sentada al comienzo de la cama. En ese instante vieron una forma transparente a través del espacio de la puerta entreabierta. El latido se les aceleró. Era una mujer de blanco. Los vigilaba. A lo lejos percibieron un grito de sor Viveka. La silueta de la puerta desapareció y, sobresaltados, se dirigieron a ver qué ocurría.

Paulo llegó a un sótano. Se separó de sor Viveka cuando ambos cruzaban un pasillo, y de una puerta apareció una mano verdosa que cogió a la monja por la parte trasera del velo y la arrastró consigo. Entonces él corrió espantado. Al verse aterrado por la soledad y la desorientación, siguió un único camino, descendió unas escaleras y se vio allí. Halló frente a él unas grandes puertas de madera. Las abrió, se adentró al fondo de un cuarto oscuro, registrando por si había algo de interés, y en ese instante se encendió una luz a su espalda. Al darse vuelta vio, atónito, a un oso negro con enormes garras y un collar de antorchas. La bestia se le abalanzó, y Paulo, al verla casi encima de él, supo que nada podría hacer.

Cuando Aldo entró al sótano, sólo encontró los huesos de Paulo sobre sangre seca. La boina y la bufanda le permitieron identificar que se trataban de sus restos. Salió horrorizado, llevando la bufanda y subió la escalera. Al hallarse en el corredor llamó a Magda, pero nadie contestó. Casi se le salió el alma cuando una mano tocó su hombro. Al girarse la encontró, era ella. Suspiró del alivio, pero se recostó contra la pared, respirando con dificultad, debido a que padecía problemas cardiacos. Magda tampoco se veía normal.

—Alguien me perseguía —expresó, mirando atrás.

—¿Quién? —preguntó Aldo.

—No lo sé, no vi a nadie. Pero oí pasos.

Las campanas otra vez. Se desconcertaron ante su confuso escándalo, que producía reverberación. Aldo volvió a sentir la agitación en su pecho. Se taparon los oídos y siguieron cualquier dirección, el estruendo les llegaba de cada parte, hasta que se comenzó a escuchar distante. Se detuvieron frente a una pared con un ancho retrato. Aldo concentró la vista en la pequeña letra de la placa: “Doña Catherine (1852 – 1914)”, se leía. Era una señora de rígido aspecto, cabello castaño con moño, ojos grandes y vestido negro. Por su expresión de autoridad, dedujo que era la ama de casa. Al mirar por mucho rato el cuadro, sentía una extraña vacilación, como si dichos ojos se clavaran en los suyos.

—Murió hace cien años… —observó.

—¿Es que acaso esas campanas nunca se callan? —protestó Magda, ante el repiqueteo incesante.
Estalló un trueno iluminando la casa. Asustados, los jóvenes emprendieron una carrera. Llegaron a un corredor, y pararon de golpe al atisbar que al final los aguardaba un espectro femenino, entre la penumbra. Era la señora del cuadro. Levantó lentamente su brazo izquierdo, y tocó las campanas sobre su cabeza, colgadas del hilo que recorría todo el pasillo. El molesto sonido, rompiendo el silencio absoluto, otra vez perturbó sus sentidos. Sin ver, cubriéndose los oídos, ejercitaron sus piernas sin descanso, sin detenerse ante nada, en la más plena oscuridad. Finalmente, Aldo evitó chocar contra un muro gracias a su mano. Una lámpara de pie en un rincón alumbraba un poco, e hizo a Magda venir, para que examinaran algo que tenía enfrente. Era una placa dorada, decía:

“Invitado, hay un cuarto a cada lado. El de tu izquierda es el Cuarto de los sentidos. Al entrar te verás invadido por una plaga de tarántulas negras que subirán por tu cuerpo e intentarán cubrirte. Sólo manteniendo el dominio de ti mismo, cuando se hayan apoderado de ti, evitarás que te den una mordida mortal y podrás salir. El de tu derecha es el Cuarto de la determinación. A este cuarto entrarás con tu compañera y la salida estará sellada. Encontrarán una escopeta para ambos. Quien asesine al otro conseguirá la libertad. Ésta es la única forma de salir de la cabaña, todos los demás caminos están bloqueados. Haz tu decisión, la recompensa está cerca.”

—Qué hacemos —titubeó Aldo.

—Ésta es la decisión más imposible de mi vida, pero ni modo, ¡entremos al de la determinación! Las arañas me parecen una verdadera pesadilla —comentó Magda.
Aldo abrió la puerta y pasaron a un cuarto oscuro. De súbito, se encendió la luz y se vieron rodeados por seis bultos con forma de cuerpos. Había una silla con una mancha de sangre y una escopeta. Magda miró bajo los bultos y advirtió que eran cadáveres, por lo demás, recientes.

—Es extraño, son justo el número que éramos al entrar acá, seis personas —dijo. Ambos conjeturaron que dichos muertos podían ser víctimas que pasaron antes por el Cuarto de la determinación, o que simplemente era una coincidencia de mal agüero. Magda tomó la escopeta para examinarla, y apuntó a Aldo.

—No lo vas a hacer… —vaciló él, estremeciéndose.

Magda tenía el dedo puesto en el gatillo. Sin embargo, tras unos segundos bajó el arma junto a la mirada.

—Tienes razón —dijo.

Se la entregó al joven, quien dio un suspiro de alivio, pero quiso hacer igual para desquitarse del miedo que su compañera le había hecho pasar. Levantó el cañón, apuntó, dedo en el gatillo, y Magda se quedó quieta, sin expresión. Iba a detenerse, cuando una fuerza extraña le movió el dedo; tras el disparo, vio saltar violentamente contra el muro los sesos de Magda. Impactado a más no poder, sintió la puerta desbloquearse, arrojó la escopeta y salió llorando.

Diez minutos pasaron. Se halló solitario en la oscuridad, y reflexionó que sólo quedaban él y los gemelos. Los demás debían estar muertos. Estaba seguro de que estos herméticos gemelos habían desaparecido, hasta que vio el reflejo de ellos en una ventana. Escuchó que le susurraban: “Te observamos”. Con pavor desvió la vista y los reencontró en otra ventana, luego en otra. Y siempre oía “Te observamos”. Sin ser consciente de lo que hacía llegó a una puerta, pasó por ella, avanzó sin cesar, y reconoció hallarse fuera de la cabaña, por fin. Hizo su camino por una tierra desconocida con un bosque a los lados. Divisó una rústica casa, que tenía chimenea, y se sintió abatido, porque no esperaba haber salido de un lugar para entrar a otro. Aunque, por lo menos, esta casa lucía acogedora. Llevando los hombros caídos llegó a la entrada, tocó, y al no recibir respuesta, no vio problema en entrar.

El ambiente era cálido, no se había equivocado en eso. Los muros eran escarlata, había decoración y todo parecía indicar que estaba en un hogar normal en medio del bosque. Aunque algo le infundía un aire extraño. Le produjo escalofrío encontrar en la mesa a una familia de cuatro integrantes, inmóviles, como estatuas. Estaban manchados de sangre, no respiraban, y delante de ellos, en la mesa llena de diversos platos, había trozos de carne con aspecto de partes… humanas. Pasmado, Aldo no pudo quitar la mirada, y de pronto, quien estaba a la cabecera, el padre, se movió. Los otros miembros despertaron y miraron al joven con rostros inquietantes. Aldo, sintiendo la sangre helársele, retrocedió a la puerta, que estaba cerrada. La atemorizante familia dio signos de querer aproximársele.

Una semana después corrieron rumores de que una mujer había recibido una gran suma de dinero. Al correo del convento llegó una carta, dirigida a una de las monjas. Era para sor Viveka, una amiga se la llevó, la suma constituía la recompensa por ganar el desafío del supuesto reality: salir con vida, ése era el verdadero desafío. Quiénes estaban detrás de todo, nunca se supo. De todas formas, la monja no se encontraba en condiciones de gastar el premio, pues quedó trastornada, debido a dicha experiencia; por lo que fue destinado a un orfanato. De Aldo no hubo noticia. Quizá se quedó a “cenar” con aquella peculiar familia…


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