Francisco
despierta este día, y sabe que será un día extraño. En cuanto al estado anímico,
por lo menos.
Se
siente lleno, pero lleno de un cercano y posible vacío. Las nubes pueblan los
cielos, sin embargo se descubrirá una tarde azul. Parece una mañana normal. Él
está tranquilo. Una mañana, perfecta para sumergirse en recuerdos, mientras va
en el transcurso del bus. ¿Nostalgia? No, quería esquivar esa palabra.
Un día
como este, la desgracia había nacido, volviéndose lo que era ahora, un recuerdo
degradante, desalentador. Quizá ella había nacido en un hospital, de aquel
extraño y lejano país, con aquel maldito acento dulce, en una blanca sala.
¿Cómo habrá sido su nacimiento? ¿Habrían tronado los cielos, en tempestad?
Y una
vez salida del vientre, la habían nombrado. Nicole, recordaba Francisco con
desagrado, un nombre, que entre remembranzas gratas, también traía desabridos
momentos. Sentimientos, de lo que alguna vez pudo haber sido diferente, o
mejor.
El
veinte de Agosto. Un día odiado, y esperado. Pero ahora su ánimo se conservaba
bien, en lo que llevaba del día. Podía empeorar, podía volverse más vulnerable.
Pero se decidía a mantenerse como estaba. No quería que este, le resultara un
día amargo.
Pasaba
el tiempo. Generaba desagrado mencionar, y recurrir al nombre que se odiaba.
Pero este era su nombre, y la única forma de conocerla, ante la amargura de
Francisco, por un amorío, que no resultó. Y tiñó grises sus días.
En el
transcurso de los años entonces, Nicole se fue convirtiendo en una bella flor.
Aquella, que estaba tan sólo a instantes de florecer en una mujer, y sin
embargo seguía conservando toda la plenitud de la juventud. Nicole era una
chica hermosa, de Panamá. Su acento era reconocible, Francisco se había
acostumbrado a escuchar su voz, en incontables historias que quedaban como
memorias. Ella tenía unos hermosos hombros descubiertos, un cabello aclarado
por la calidez del sol, castaños y desordenados, cayendo sobre ellos, y unos
gruesos labios, que hacían no poder contener el deseo de besarla. Además, unos
marcados ojos. Sinceros, profundos, dolidos, y en instantes, desleales. Pero
que nunca parecían temerosos.
Llegó el
veinte de Agosto, su cumpleaños por la mañana, en sus dulces diecisiete años
por cumplir. Estaban bajo techo, pero se contemplaba el exterior. Ella
permanecía sentada, y era el centro de la atención. Llegó la torta entonces,
frente a ella. Se sentía hasta tímida. Luego del característico “feliz
cumpleaños, Nicole”, apagó las velas avergonzada, y formuló su secreto deseo.
Pero entonces, algo la frenó.
¿Por qué
me detengo en un momento como este? Se preguntaba, con las solitarias velas
apagadas ante ella, y sus familiares contemplándola. De pronto entonces, se
mostró dudosa. Y sin querer, estuvo más tiempo de lo que se percató, observando
la cubierta blanca de la torta. Entonces, inesperadamente, se le vino a la
mente el rostro de Francisco, un lejano recuerdo. Y se desesperó.
Se
mostró intranquila e inquieta. Después de tanto tiempo, en que creyó haberlo
olvidado a él, volvía aquel recuerdo. Y entonces observaba, y no podía sacarlo
de su mente. Y tomó consciencia por unos segundos, y todos la observaban,
extrañados, y aún le faltaba pedir su deseo. Entonces pensó apuradamente. Tenía
un deseo, pero se sentiría culpable. E inconscientemente, pronunció en su
mente:
“Desearía
que Francisco estuviera aquí a la noche, conmigo”, y entonces sintió gran
amargura, y se quedó observando la torta, distraída. Y se la retiraron, y todos
estaban atentos a su rostro de desconcierto.
La persecución
Llegó el
anochecer, luego de un tranquilo atardecer que había sido el cumpleaños de
Nicole. En general, había sido bastante grato. Había compartido mucho con sus
amigos, porque era bastante sociable, cosa que a Francisco le generaba celos.
Sin embargo, ella en el día entero no había podido sacarse la amargura, y
difícilmente había podido disimularla. No podía distraerse del recuerdo de
Francisco, que permanecía constante en su mente. Una época de ternura, que
volvía a imaginar y a vivir, una y otra vez, siempre.
Entonces
tras el anochecer, volvió a escuchar el deseo, en un lugar distante de su
mente. “Desearía que Francisco estuviera aquí, escucharlo sólo una vez más”, y
entonces se durmió. Cayó tendida sobre su cama, con fuerzas agotadas. Las horas
pasaban rápido, su cumpleaños se había pasado rápido, como un día sin gracia. A
Francisco, desde algún lugar, se le partía el corazón. Y ya no quería sentir
más eso, quería detenerlo, quería ponerle un fin.
En la
noche, Nicole entreabrió los ojos, cansada, débilmente. Toda su figura de
marcadas, bien formadas curvas estaba tirada sobre la cama. Rato atrás, se
había acostado, dejando las gruesas frazadas fuera de cubrirla, y había estado
sobre el colchón, destapada, desganada. Con deseos de que el sueño le desvaneciera
todo recuerdo. Sin embargo, cuando entreabrió los ojos, observó una silueta, un
tanto borrosa, esperando entre la puerta. Y se desconcertó, y pensó que no
estaba despierta del todo.
La
silueta llegó hasta su lado. Relucía como un color blanco, pálido, cansador a
la vista. Como Nicole observó que la silueta se le aproximaba, puso pies sobre
el suelo y se levantó. Caminó media dormida, hasta la otra puerta, y se dispuso
a abandonar la habitación, pero la silueta la seguía, aunque cuando Nicole se
adentró más en un pasillo, ésta desapareció. Sin dejar rastro alguno.
Nicole
caminaba sin rumbo; Sólo recorría su casa intentando despertar. Pensó en ir a
remojarse el rostro al lavabo, pero debía cruzar más pasillos para llegar al
baño. De pronto, s detuvo al sentir algo que caminaba cerca de sus descalzos
pies.
Era una
tarántula inmensa y negra, del tamaño de dos manos juntas, y hasta más grande,
y peluda, que quería comenzar a subir por sus pies. Nicole, espantada, la
pateó, alejándola, y rápida, tomó distancia. Se detuvo más en calma entonces,
parando a respirar. Entonces oyó una voz.
-¿Le
temes? –preguntó la voz. Que parecía volverse misteriosamente reconocible, pero
escasamente.
Volteó,
con algo de temor y extrañada. Al final del pasillo frente a una ventana, esperaba
alguien. Los bordes de su figura se marcaban con el exterior, de noche. Nicole
reconoció enseguida aquella mirada, y se estremeció. Pero ese alguien, llevaba
una especie de paño negro que le cubría lo demás del rostro. Era Francisco, y
tenía un aspecto más siniestro, confiado. Tenía ojeras marcadas, y sus ojos
parecían desgastados, como si le faltaran muchas horas de sueño, o estuviera
sediento de venganza.
-Francisco…
Qué estás haciendo aquí… -titubeó Nicole, asombrada. Presa del espanto también.
-Nada
importante, he venido a verte –respondió Francisco, y se le marcó una mirada de
maldad. Descendió del marco de la ventana, y caminó hacia ella, con sutileza,
con gracia y confianza. Estuvo frente a su rostro, y sintió su asustado
respirar, y la trémula sensación de ella. Levantó una mano lentamente, y
acarició los pómulos ruborizados de ella con suavidad, y sintió el temblar de
su piel. Le reconfortaba sentir, aquella atemorizada calidez.
Nicole
no cesaba de temblar, y lentamente fue retrocediendo. Volteaba a mirar:
Aferrada en la mano de Francisco, había una cuchilla cuya hoja relucía a la luz
de la luna. A estas instancias, Nicole sólo se pudo retirar, hasta que logró
perderlo. Y avanzó por un pasillo de su casa, profundamente oscuro.
Aunque
mientras avanzaba por el pasillo, Francisco volvía a aparecer una y otra vez
sobre los marcos de la ventana, con la luna impecable y la misteriosa noche de
fondo.
Entonces
ella corría y se escapaba. Se comenzó a sentir agobiada, hasta que se detuvo. Y
se puso a pensar. ¿Cómo Francisco en una tarde, había llegado desde una tierra
tan lejana, su país, hasta el de ella, esta noche? ¿Cómo había podido hacerlo?
A menos que fuera un sueño, una ilusión o una pesadilla. Nicole sólo quería
volver a vivir la realidad pero, ¿Qué tal si ésta era la realidad? O una
pesadilla… Sólo ansiaba vehementemente despertar…
Llegó
hasta unos escalones. Tan sombríos y gruesos, que parecían abismales, y no
tener fin. Toda su casa estaba a oscuras. Ya era más de la medianoche; ya había
pasado su cumpleaños. Descendió por la vieja y polvorienta escalera, sintiendo
sus anchos escalones crujir. Francisco se aparecía de marco en marco, a la luz
de la noche, pero entonces no volvió a aparecer más. Nicole caminó, hasta
llegar al vestíbulo. Allí, estuvo de pie, frente al gran cristal de una
ventana, y observó la luna en su esplendor. Y suspiró, nostálgica en añoranzas.
Y supo que la noche ya estaba muy avanzada.
Entonces,
estuvo allí, recibiendo la pura luz. Los bordes de su silueta se iluminaban en
blancura. Entonces, otra cosa extraída también relució intensamente, afilada. Y
Francisco apareció tras ella, con el cuchillo en mano.
Nicole
se espantó, pero no había alcanzado a voltear, ya era demasiado tarde. La
cuchilla estaba atravesada, y salía por su vientre el filo, manchado en sangre
nueva. El terror y el asombro se habían dibujado en el rostro inmóvil ahora de
Nicole. Francisco tras haberla herido, la recibió entre sus brazos para no
dejarla caer, mientras acariciaba sus cabellos.
-Siempre…
Hubo una parte de mi ser, que anhelaba este momento, ¿Sabes? -Dijo Francisco,
teniéndola entre sus brazos, acariciando sus cabellos con ternura. –Siempre
quise poner fin a este amorío, que fue tan trágico para mí –añadió dolido, pero
sin rastros de arrepentimiento.
“Ahora
te he matado, mi amada. Me he llevado tu vida, pero era lo mejor que pude haber
hecho, para darle tranquilidad y sosiego a mi consciencia. Los días sin ti me
estaban torturando, y terminando conmigo. Pero tuve que arrasarte… Tu frialdad siempre
se llevó mis fuerzas. Apenas tuviste un rastro de compasión, pero ahora yo, me
he decidido, y he terminado todo, finalmente. En este, el día de tu cumpleaños,
tú mueres, y yo vuelvo a ser el mismo, y puedo comenzar a vivir…”.
El rostro pasmado de
Nicole se mantenía igual. Francisco todavía la tenía entre sus brazos, y así
seguiría, hasta pasar la noche. El cuchillo había cumplido su cometido, y ahora
estaba manchado de sangre, pero limpio de culpa. Una consciencia tranquila. El
rostro de terror de Nicole no se desvanecería con nada, y era alumbrada por la
luz de la impecable luna, afuera, entre los cristales. La noche continuaba,
pero la visita ya había sido hecha. Ahora sólo podía quedar la lástima, de
haber destruido este amorío. Y los anhelos se ahogaban. Ya con el tiempo,
llegarían más
DarkDose
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