Sin pulimentos, la llevaron, sin miramientos, sin cuidado
alguno. La tristeza caía en la forma de sus lágrimas, en su mirada devastada.
El gendarme le aferraba el brazo firmemente. No iba a haber vuelta atrás. Nada
podía hacer, para oponer resistencia ante aquella fuerza, y sólo debía
resignarse desconsoladoramente, a dejarse arrastrar. Dentro del blanco y puro
edificio. Ya no se podía escapar del destino, de un nefasto destino. Sin
remordimientos.
Momentos atrás, por la mañana, Emanuela había estado
sumergiéndose en las suaves aguas de un jacuzzi, en su apartamento, las calles
de la ciudad donde vivía, en los alrededores de Roma, Italia, el pintoresco
país, la pintoresca ciudad, de vivos colores, costumbres y ánimos, y cantarinas
voces. Todo se suponía que era alegría.
Emanuela Orlandi, era una chica bastante normal, de quince
años, que habitaba en aquellos lugares aledaños a la ciudad, pegados, que
procedía de una familia bien acomodada económicamente. Una chica de buenas
costumbres, personalidad amena y simple. Era una chica bondadosa. Lo que
restaba de la mañana, se relajaba, bañándose en la profunda tina, mientras
pasaba el tiempo, en que debía estar preparada, y salir, antes del mediodía.
-¡Qué plácida sensación es estar aquí! –decía, complacida,
sintiéndose acariciar por las aguas a temperatura.
Terminó de darse el baño, y se levantó, para recorrer los
interiores de su hogar. Se vistió, y estuvo preparada. Antes de salir también
echó a un bolso, una flauta traversa que ocupaba en sus clases. Entonces,
vestida casi enteramente de blanco, salió contenta de su hogar a empezar un
nuevo día, con sus cabellos de un tono algo rubios, y entre castaños, a recibir
la luz del sol, y a disfrutar de toda aquella libertad de vida.
Se dirigiría a clases de música, en el prestigioso
conservatorio de Roma. Recuerda que había estado pidiendo todo el año pasado
entero, a sus padres que la inscribieran allí. Recién había bastado la llegada
de este año, para que ellos aceptaran y se decidieran. Todo era muy formal,
impecable, y estaba feliz de haber sido admitida. Todo estaba hecho con mucho
agrado. Debido a sus habilidades musicales con su instrumento, no habían
esperado demasiado ni puesto condiciones para dejarla entrar. Ahora era una
alumna más. Y cada vez que iba al lugar, tenía que mostrar unas
identificaciones especiales que les entregaban, que los reconocían como músicos
y alumnos.
Todo iba perfecto, hasta que Emanuela estuvo tan cerca del
conservatorio, que ya podía verlo ante su vista, al final de unas dos calles, y
entonces, tan apegada a una muralla que iba, que sintió una fuerte presión en
el brazo. Entonces ladeó la mirada rápidamente, asustada. Había aparecido al
lado de ella, un inmenso gendarme, de uniforme azul oscuro, bastante ancho de
cuerpo y con brazos que apretaban con violencia. Emanuela se quejó enseguida.
Le expresó que la dejara libre. Pero el gendarme cruzó con ella algunas
palabras en italiano, y le dejó en claro que no la iba a soltar. Y que ahora tendría
que acompañarlo.
-Cierra la boca y ven conmigo donde te llevaré. No digas
nada, o ya ves esto –y señaló una pistola sobre su cinturón-. Y con esto te
volaré los sesos, si dices palabra.
Emanuela bastante atemorizada, calló. Pero aunque hubiese
querido gritar por ayuda, tampoco podía hacerlo porque el guardia llevaba su
gruesa mano sobre su boca, y se la cubría. Emanuela no podía expresar ningún
clamar desesperado de ayuda.
Tiempo después, la subieron a un vehículo. Anduvieron varias
horas en el automóvil, seguramente dando vueltas. Emanuela desconocía si iba en
la parte trasera del automóvil, o si iba sobre los asientos, agitándose por las
repentinas frenadas o las aceleraciones bruscas por las calles. Quizá hasta iba
sobre los asientos, pero sentía como si tuviera una inmensa bolsa de plástico
negra cubriéndola entera. Porque no veía nada. Sentía como si le hubieran
vendado los ojos. En cambio, sentía el respirar del gendarme a un lado de ella
todavía, y que parecía ir cercano al asiento de un conductor. Hasta sentía, que
había otra persona, de hecho, el conductor. Y que los llevaba por un rumbo
definido. Y que ella no podía hacer nada para detenerlo, que hasta ahora se
daba cuenta que la habían secuestrado.
El automóvil se detuvo. Emanuela puso pie en tierra. Le
sacaron la bolsa negra, el vendaje, o cualquier cosa que la estuviese
cubriendo, pero ya pudo ver. Y ante ella, contempló nada menos que un inmenso
edificio blanco. Reconoció la ciudad del Vaticano, porque había estado allí
antes. Su padre, trabajaba como empleado en el Vaticano. Lo buscó
desesperadamente con la mirada, pero él no iba a estar allí.
El gendarme volvió a tomarle el brazo firmemente, brusco.
Sabían que ella no se les iría a escapar, porque estaban confiados. Sólo había
bastado un guardia para secuestrarla. Entonces, la hicieron caminar. Emanuela
quiso dar gritos de ayuda, pero no había nadie para ayudarla. Veía a personas
del Vaticano, en sotanas blancas. Todos la observaban, con curiosidad, hasta
con malicia. Todos eran rostros extraños, ninguno prestaba ayuda. Todo
escondían malas intenciones bajo sus miradas; viejos, pervertidos, corrompidos,
escondiéndose bajo fachadas de limpios, santos y puros.
A Emanuela Orlandi, la joven de quince años, le entró un
profundo sueño, seguramente porque le habían dado algo extraño, o el agresivo
gendarme le había impuesto un paño con una sustancia adormecedora cubriéndole
la boca. Y se durmió, y no volvió a saber más, hasta que despertó tiempo
después, dentro de las dependencias del Vaticano. Blancos muros, entre tanta blancura
y pureza, que llegaba a angustiar, que llegaba a generar ahogo y desesperación.
Despertó luego. Tenía un grillete firmemente asegurado a su
cuello, y una cadena que provenía de él, y se perdía, en las manos de alguien,
o aseguradas a algún pilar de hierro. Estaba en un cuarto blanco total, algo de
reducido espacio, con cerámicas blancas cubriéndolo todo. Sobrecogida,
consternada, comprobó, que su lengua estaba fuera de su boca, y lamía una fina
columna de metal, dejándole el sabor a hierro en la boca, y un disgusto. Más
horrorizada aún, se dio cuenta que estaba desnuda. Contempló su cuerpo joven,
desnudo, indefensa, y estaba con rodillas y manos apoyadas en el suelo. Su
tierna piel estaba al descubierto, y los grilletes de las cadenas le apretaban
dolorosamente. Sudó de miedo, y entonces levantó la mirada para contemplar lo
que sucedía. Frente a ella se acercaban algunas figuras.
-Qué buen trabajo, han reclutado a estas jóvenes mujeres de
bellos cuerpos. Podemos ya dar inicio a las fiestas, los preparativos ya están
–anunció una santidad, un anciano vestido con sotana, y allí estaban los demás
encargados del Vaticano. Todos que tenían diversos cargos, más altos, más
bajos. Distintas superioridades. Una parte seleccionada de los que hacían sus
labores allí. Emanuela temblaba, en impotencia, sobrecogida por el temor.
A las afueras del Vaticano, había unos sospechosos vehículos
negros. Ante las puertas de los automóviles, había sujetos vestidos de negro,
con metralletas automáticas sobre sus manos, totalmente ilegales y peligrosas.
Era la mafia italiana, y estaba toda estacionada frente al Vaticano. Lo más
sorprendente, era, que como en un tétrico acuerdo, los sacerdotes y residentes
del edificio santo se paseaban por afuera, con sus sotanas, con toda
naturalidad. Con rostros sonrientes, saludaban, seguían sus caminos, y tenían
una relación casi familiar con la mafia. Se llevaban a cabo acuerdos
siniestros, para las esperadas y habituales celebraciones que ocurrían en la santa
sede.
Mientras los momentos para Emanuela estaban contados, en los
alrededores de la ciudad del Vaticano, transitaba por aquel día con
espontaneidad, fuera de sus ocupaciones, el sumo sacerdote, jefe del cuerpo de
exorcistas de la institución. El exorcismo, era una labor que se cuenta fue
integrada, desde tiempos inmemorables. Desde tiempos, en que el mismo Vaticano
fue fundado, hacía bastante tiempo atrás. El padre que transitaba, Gabriel Amorth,
tenía ochenta y cinco años, tantos años como un viejo árbol. Y paseaba, con sus
piernas cansadas. Había aprovechado de salir, porque pronto tenía pensado
retirarse de la institución. Ya a su avanzada edad, sabía que la vida ya no le
daría para mucho, que si apenas le quedarían algunos años, y que ya estaba pronto
a irse a los altos cielos. Entonces aprovechaba salir, y recorrer los lugares
más escondidos de su pintoresca ciudad, los más peculiares, por los que nunca
había pasado, para aprovechar de respirar, recibir la luz del sol, y disfrutar
de tranquilos días.
El padre se había detenido a almorzar en un restaurante que
conocía. Lo elegía siempre, porque allí lo atendían especialmente. Como era
reconocido, no le gustaba llamar la atención popular, y en el restaurant, le
destinaban una mesa sola para él, y lo atendían en horas en que el local estaba
supuestamente cerrado. Se cerraban las cortinas, y el reverendo se disponía a
comer. Había ordenado sopa. Bebía, con sus desgastados labios, y abría un
periódico. Le disgustaba enterarse, que nuevamente había noticias sobre su
santa institución, el Vaticano. Noticias, sobre presuntos abusos del tipo
sexual. “Falacias, puras falacias, mentiras”, pronunciaba él con desprecio.
Conocía bastante bien la institución en la que había estado desde hace muchos
años, desde los treinta, cuando asistía a ayudar, cuando estaba ante la atención
de los superiores. Nunca había visto nada extraño, nada digno de acusar. Y sus
arrugas, y su experiencia, no eran algo con lo que iba a mentir. Sus ojos nunca
lo habían engañado.
Volvía a doblar el periódico enfadado, y se regresaba,
dispuesto ya a retornar a sus labores. Cuando se preparaba a salir del local,
el empleado que lo había atendido, un profundo amigo suyo, mientras limpiaba
una copa con un paño, y observaba el periódico dejado sobre la mesa, le decía:
-¿No creerá usted padre, que aquellas noticias son reales,
verdad? ¿Por qué la prensa inventará esto?
El padre se volvió. Con una severa mirada, y fastidiado, le
respondió, con su desgastada voz, dejando muy en claro:
-Porque son unos aburridos. Siempre han querido manchar
nuestra santa institución.
Y se retiró, llevando su sotana con autoridad. Su vieja
figura atravesó la puerta de salida, y desapareció. Más tarde, el sol recibió
su rugosa y pálida piel. Era tiempo ya de regresar a la institución. Tendría
una seria charla con algunos de sus respetables hermanos, compañeros,
convivientes. Había que refutar aquellos dichos atrevidos de la prensa, o por
lo menos, reprender severamente a los periodistas.
Era más del mediodía, cuando en el tranquilo apartamento
donde vivía Emanuela, sus padres llegaban de los trabajos, y apenas se habían
percatado de la ausencia de su hija. Estaban por preparar el almuerzo,
acostumbraban a comer todos en familia. Entonces, notando la evidente ausencia,
el padre preguntó, al tiempo en que la madre lo miraba:
-¿Dónde estará Emanuela? Suele llegar a estas horas del
conservatorio…
-Quizás ha quedado de juntarse con algunos amigos –respondió
la madre, con naturalidad. Pero luego desconfió, ante lo que el padre le
respondió:
-Sí pero ya sabes, que Emanuela no es de tener muchos
amigos… Me preocupa.
Sin embargo, era muy temprano para preocuparse. Aunque a
medida que fue transcurriendo el día, y la luz del sol se iba retirando, sus
padres ya estaban verdaderamente angustiados, y desesperados. No se había ido
el día aún, cuando varias horas después, con ayuda de las autoridades y muchas
familias sintiéndose identificadas, la ciudad del Vaticano ya estaba repleta y
llena de afiches de la niña desaparecida. Todos prestaban su ayuda, todos se
conmovían. Sus padres iban de un lugar a otro, derramando lágrimas, implorando
por ayuda. Su padre, un hombre joven de baja estatura y cabellos negros, y su madre,
una mujer alta y blanca, de cabellos castaños como su descendiente. Ambos muy
italianos. Y era lastimoso, verlos, tan desesperados buscando a su desprotegida
hija. Los afiches decían:
“Emanuela Orlandi. Desaparecida. Si la encuentran o
tienen algún rastro de ella, por favor contactarnos…”. Aparecía que los datos
de la familia, y datos adicionales de la desaparecida se entregaban en los
números que habían dispuesto allí. En las palabras de sus padres, se notaba la
desesperación. Mencionaban que iba camino al conservatorio de música, cuando
había desaparecido, y que la recompensa que también ofrecían, era abundante. En
el afiche aparecía una foto de blanco y negro, de un instante de Emanuela en el
observatorio, mirando dispuestamente a la foto, esbozando una ligera sonrisa,
hasta tímida. La foto había sido hecha hace un mes, bastante reciente. Había
otras fotos de ella también tocando la flauta traversa. Los afiches estaban por
todos lugares. Algunos, tenían otras informaciones, diversas, pero todos apuntaban
a lo mismo: la desaparecida. Los padres estuvieron recorriendo la ciudad, en la
busca de ayuda e informaciones, hasta que después agotados, volvieron a su
hogar. Y comenzaban a contestar con desesperación, las reiteradas llamadas.
Algunas daban incluso, para informaciones falsas sobre el paradero de su hija.
Esto por supuesto, los agobiaba más.
Mientras transcurría el día, recibieron dos llamadas en
particular, de dos hombres en particular. Uno era bastante joven, y alegaba
haberse encontrado con Emanuela ese mismo día. Decía tener sus pertenencias. El
otro, un hombre más mayor, sólo había hecho amenazas a la entristecida y
desprotegida familia. Aunque se habían discutido encuentros, al final no se
habían visto resultados, y los hombres luego habían desaparecido, para con el
tiempo, no volver a llamar. Sus turbados padres, continuaron desalentados.
En el Vaticano, el padre Gabriel Amorth recorría los
pasillos. Como en su entrada, vio que todos lo observaban con miradas
sospechosas, y hasta inquietas, le había generado desconfianza. Por el pasillo,
se topó con otro sacerdote, uno menor, canoso. Y con su siempre estricta
actitud, le preguntó:
-¿Qué sucede hermano, que he visto a todos tan nerviosos?
-Son los asuntos del Vaticano, padre –le respondió con
rastros imperceptibles de nerviosidad que disimulaba muy naturalmente-. Bueno,
habrá una salida hoy y reuniones en otra iglesia. Debería ir usted padre, para
que aprovechara de salir un rato –le dijo, pensando que sería bastante oportuno
que el padre desapareciera de la institución un rato, para que quedara
escondido lo que ya estaba sucediendo, y lo que habría de suceder.
-No –respondió el padre cortantemente-. Ya he salido.
“Pues bien padre, nos veremos” respondió el sacerdote aún
disimulando, se excusó, y se retiró. Luego en los pasillos interiores, había
dos sacerdotes que murmuraban secretamente. Uno de ellos le decía: “¿Ya han
raptado a las jóvenes chicas, verdad? ¿Darán ya inicio a las fiestas
sexuales?”. “Sí”, le respondía el otro. “Ya hemos hecho esto muchas veces atrás
ya, no hay de qué preocuparse. Todo saldrá con normalidad como siempre". Entonces,
ambos se estrechaban las manos, se despedían, y continuaban sus rumbos. Todo lo
que se estaba planeando pasaba perfectamente disimulado, hasta que llegó el
padre Gabriel Amorth a los pisos inferiores, y pasó cerca de las capillas de
oración. Le extrañó ver a tantos sacerdotes transitar por allí, fuera de sus
labores. Ya estaba sintiendo la desconfianza. Entonces, el padre mientras caminaba
iba meditando. Y pensaba, que él también había estado muy alejado de sus
labores.
-Dios pensará que lo he dejado algo de lado… -se dijo
pensativo. Hacía una temperatura agradable. La había querido aprovechar hoy, y
había salido. Pero aun así, el anciano era tan comprometido a sus labores, que
sentía que debía limpiar sus culpas. Entonces, caminó por los pasillos, y llegó
a un lugar destinado sólo a las altas superioridades del Vaticano. Un lugar, en
el que sólo él y unos pocos, tenían permiso a entrar. Ese era un lugar santo,
en los pisos inferiores. Allí, los superiores se confesaban. Entró, y observó
una gran réplica de Cristo crucificado, en mármol. El lugar estaba muy
solitario como siempre. Estaba decorado con lujosas alfombras marrones, y
columnas de oro en las esquinas de los muros, y en general, había mucha
comodidad. Entonces, se arrodilló frente a Cristo, y se confesó, pidiendo que
le fueran perdonadas sus salidas cotidianas fuera de la institución. Después de
esto, se dirigió a unas escaleras en una esquina, y descendió. Sin esperar
nada, pero todavía teniendo algo de desconfianza.
Emanuela estaba agotada. Continuaba en aquella habitación
blanca, como una especie de subterráneo en cerámica, y ya la habían violado
varias veces. A cierta distancia de ella, en otros lugares de la inmensa
habitación, estaban siendo abusadas otras chicas. Ella seguía encadenada, y
había un cura muy insistente, que la violaba una y otra vez, sin jamás
retirarse. Incluso cada cierto tiempo, llegaban hasta tres y abusaban de ella
al mismo tiempo. Emiliana ya estaba desfalleciendo. En su interior, ya había
gritado varias veces de desesperación. Nunca había anhelado tanto la muerte,
estaba viviendo el tormento más grande de su vida. Las figuras depravadas, se
montaban sobre ella, y sentía el peso de ellas sobre su lomo. Estaba
angustiada, y las lágrimas se le derramaban continuamente. Había unos veinte
sacerdotes en la habitación. Entonces, entraron unos hombres vestidos de negro,
que eran la mafia. Uno de cabellos rizados y anteojos, los lideraba. Entraron,
con las metralletas en mano todavía, y sólo había faltado su llegada, para
llevar a cabo las fiestas sexuales como era acordado. Entonces, contemplaron a
las chicas raptadas, como quien evalúa el producto, y comenzaron a desvestirse,
y muchos a abusar de ellas, junto a los curas. Emiliana ya no resistía más.
Estaba muriendo, su cuerpo ya no podía aguantar más violación.
Hasta que llegó el momento, en que el padre Gabriel Amorth
estuvo frente a las puertas de aquella habitación donde todo sucedía, habiendo
llegado casi casualmente, porque estaba al final del pasillo, del último piso
inferior de la santa institución. Allí llegó, y le extrañó ver a dos sacerdotes
en la puerta, como guardias. Ellos estaban encargados de vigilar. Pero como les
ordenaban sus labores, no podían hacer nada ante el padre, y sólo intentaron
como pudieron, alejarlo de allí, mantenerlo a la distancia, y convencerlo de
que nada importante había dentro. Pero era una tarea bastante difícil convencer
al padre. Dentro de ellos, ya se sentían hasta resignados, y sólo querían
correr por sus vidas y escaparse. Sabían que ya era un caso perdido alejar al
padre, impedir que se entrometiera.
Pero el padre Gabriel Amorth les preguntó qué estaban
guardando en forma tan sospechosa tras aquellas puertas. Los sacerdotes
sudaban, nerviosos. Y aunque el padre ya se había decidido entrar, y sabía que
no tenía caso que aquellos siguieran custodiando, ellos se negaban a retirarse,
como oponiéndose a un desafortunado destino. Pero entonces el padre los
amenazó, y les ordenó que se quitaran enseguida.
-Padre, usted no tiene nada importante que ver allí
–tartamudeó uno de los sacerdotes, pero el padre lo quitó del camino. Abrió las
puertas entonces, y se sorprendió, al encontrar la inmensa habitación santa,
desamueblada, cubierta enteramente en cerámica blanca, que se decía era el
lugar donde por años, las superioridades más altas del Vaticano habían tenido
revelaciones y visiones divinas, y que hasta esa era la misma habitación que el
Papa ocupaba en ocasiones. Pero se sorprendió tanto, que pensó que moriría en
el instante, de un infarto, al ver la desenfrenada orgía frente a su mirada, y
al ver a todos aquellos sacerdotes, abusando y matando a las jóvenes. El padre
Gabriel Amorth se quiso desmayar. Pero entonces, intervino rápidamente, y
horrorizado, dio un grito para que todo se detuviera. Pero el que llevaba el
liderazgo en la mafia, cruzó rápidamente la inmensa habitación, levantó la
metralleta y le puso el cañón contra la garganta, y lo amenazó.
-Sería una lástima que en los periódicos saliera mañana,
sobre la muerte de un padre en el Vaticano, ¿no? Tenemos el poder para hacerlo.
Pero usted debe guardar silencio de por vida, o hasta que se retire de la
institución sobre esto, o le atravesaré unas cuantas balas en la garganta.
El padre tragó saliva, y sudando, asintió. Entonces, lo
echaron de la habitación, y se quedó puertas afueras, aún atemorizado y
temblando, espantado, marcado por lo que había visto. Los dos sacerdotes que
habían estado ante las puertas ya se habían retirado, por temor a ser
descubiertos. El padre subió, y pretendió continuar con sus labores. Ya estaba
amenazado de muerte, pero iba a implorar a Dios aquella noche, y todos los
días, que le librara la mente de lo horroroso que había visto, de la maleza del
ser humano, y que le diera las fuerzas, para continuar adelante, y alguna vez
llegar a delatar.
Emanuela Orlandi estaba muriendo mientras era abusada, por
lo que terminado el desenfreno, el sacerdote que la había abusado
constantemente, se la entregó a uno de los mafiosos. Que para no dejar
evidencia, procedió a hacerla desaparecer. Todas las chicas raptadas, luego de
la peor tortura de sus vidas, luego de que fueran abusadas, eran muertas, para
no dejar evidencias, sin respeto alguno hacia la vida humana. Emanuela no fue
la excepción, y el mafioso la llevó hasta una habitación solitaria y reducida,
le rompió y arrancó la mandíbula, y de un escopetazo en el pecho la mató. Su
cadáver desnudo quedó deformado y sin vida.
El padre Gabriel Amorth años después, se había retirado de
la institución. Y en su primer día de retiro, había citado a toda la prensa,
para hacer las declaraciones. Luego, esperó su muerte, pero ésta no llegó, contrariando
a cómo habían anunciado las amenazas. Después de todo, el compromiso de callar
era hasta que se retirara de la institución. En aquellos días, hasta allí,
continuaban buscando a la desaparecida Emanuela Orlandi a lo largo de toda
Roma, todavía con esperanzas de encontrarla. Pero el padre ya había dicho lo
que le había sucedido, y había dicho que era mejor también, dejar de buscarla,
porque ella seguramente ya había sido asesinada. Todo esto había transcurrido
en un lapso de años. Pero la vida de Emanuela Orlandi, una chica simple,
carismática, algo callada y hasta retraída a veces, con una gentileza natural,
no había valido nada, si ella hubiera sabido que habría de terminar sus días de
la forma más horrible, en la santa sede, reunión de santidades, el Vaticano.
Aunque con los días, habían surgido más rumores ante el
caso. Una mujer anónima había declarado, que Emiliana había sido enterrada
junto al líder mafioso, que había muerto recientemente. La policía llegó a
inspeccionar el féretro, lo abrieron, y encontraron un esqueleto, y las partes
de otro, que parecía de una edad más joven. Esto les extrañó, pero hasta los
días más actuales, nunca habían podido resolver nada. Nunca se había aclarado
con totalidad, ante los ciudadanos, la desaparición de la chica, Emanuela
Orlandi. Pero el padre Gabriel Amorth estaba seguro de conocer la verdad, y lo
que había visto él mismo, le hacía dudar, le hacía pensar cómo era posible, que
hubiera tanta maldad en el mundo al que Dios los había enviado.
Inspirado en el caso de Emanuela Orlandi.
DarkDose
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