domingo, 26 de agosto de 2012

Bendita Blasfemia (Terror/Relato)


Sin pulimentos, la llevaron, sin miramientos, sin cuidado alguno. La tristeza caía en la forma de sus lágrimas, en su mirada devastada. El gendarme le aferraba el brazo firmemente. No iba a haber vuelta atrás. Nada podía hacer, para oponer resistencia ante aquella fuerza, y sólo debía resignarse desconsoladoramente, a dejarse arrastrar. Dentro del blanco y puro edificio. Ya no se podía escapar del destino, de un nefasto destino. Sin remordimientos.
Momentos atrás, por la mañana, Emanuela había estado sumergiéndose en las suaves aguas de un jacuzzi, en su apartamento, las calles de la ciudad donde vivía, en los alrededores de Roma, Italia, el pintoresco país, la pintoresca ciudad, de vivos colores, costumbres y ánimos, y cantarinas voces. Todo se suponía que era alegría.
Emanuela Orlandi, era una chica bastante normal, de quince años, que habitaba en aquellos lugares aledaños a la ciudad, pegados, que procedía de una familia bien acomodada económicamente. Una chica de buenas costumbres, personalidad amena y simple. Era una chica bondadosa. Lo que restaba de la mañana, se relajaba, bañándose en la profunda tina, mientras pasaba el tiempo, en que debía estar preparada, y salir, antes del mediodía.
-¡Qué plácida sensación es estar aquí! –decía, complacida, sintiéndose acariciar por las aguas a temperatura.
Terminó de darse el baño, y se levantó, para recorrer los interiores de su hogar. Se vistió, y estuvo preparada. Antes de salir también echó a un bolso, una flauta traversa que ocupaba en sus clases. Entonces, vestida casi enteramente de blanco, salió contenta de su hogar a empezar un nuevo día, con sus cabellos de un tono algo rubios, y entre castaños, a recibir la luz del sol, y a disfrutar de toda aquella libertad de vida.
Se dirigiría a clases de música, en el prestigioso conservatorio de Roma. Recuerda que había estado pidiendo todo el año pasado entero, a sus padres que la inscribieran allí. Recién había bastado la llegada de este año, para que ellos aceptaran y se decidieran. Todo era muy formal, impecable, y estaba feliz de haber sido admitida. Todo estaba hecho con mucho agrado. Debido a sus habilidades musicales con su instrumento, no habían esperado demasiado ni puesto condiciones para dejarla entrar. Ahora era una alumna más. Y cada vez que iba al lugar, tenía que mostrar unas identificaciones especiales que les entregaban, que los reconocían como músicos y alumnos.
Todo iba perfecto, hasta que Emanuela estuvo tan cerca del conservatorio, que ya podía verlo ante su vista, al final de unas dos calles, y entonces, tan apegada a una muralla que iba, que sintió una fuerte presión en el brazo. Entonces ladeó la mirada rápidamente, asustada. Había aparecido al lado de ella, un inmenso gendarme, de uniforme azul oscuro, bastante ancho de cuerpo y con brazos que apretaban con violencia. Emanuela se quejó enseguida. Le expresó que la dejara libre. Pero el gendarme cruzó con ella algunas palabras en italiano, y le dejó en claro que no la iba a soltar. Y que ahora tendría que acompañarlo.
-Cierra la boca y ven conmigo donde te llevaré. No digas nada, o ya ves esto –y señaló una pistola sobre su cinturón-. Y con esto te volaré los sesos, si dices palabra.
Emanuela bastante atemorizada, calló. Pero aunque hubiese querido gritar por ayuda, tampoco podía hacerlo porque el guardia llevaba su gruesa mano sobre su boca, y se la cubría. Emanuela no podía expresar ningún clamar desesperado de ayuda.
Tiempo después, la subieron a un vehículo. Anduvieron varias horas en el automóvil, seguramente dando vueltas. Emanuela desconocía si iba en la parte trasera del automóvil, o si iba sobre los asientos, agitándose por las repentinas frenadas o las aceleraciones bruscas por las calles. Quizá hasta iba sobre los asientos, pero sentía como si tuviera una inmensa bolsa de plástico negra cubriéndola entera. Porque no veía nada. Sentía como si le hubieran vendado los ojos. En cambio, sentía el respirar del gendarme a un lado de ella todavía, y que parecía ir cercano al asiento de un conductor. Hasta sentía, que había otra persona, de hecho, el conductor. Y que los llevaba por un rumbo definido. Y que ella no podía hacer nada para detenerlo, que hasta ahora se daba cuenta que la habían secuestrado.
El automóvil se detuvo. Emanuela puso pie en tierra. Le sacaron la bolsa negra, el vendaje, o cualquier cosa que la estuviese cubriendo, pero ya pudo ver. Y ante ella, contempló nada menos que un inmenso edificio blanco. Reconoció la ciudad del Vaticano, porque había estado allí antes. Su padre, trabajaba como empleado en el Vaticano. Lo buscó desesperadamente con la mirada, pero él no iba a estar allí.
El gendarme volvió a tomarle el brazo firmemente, brusco. Sabían que ella no se les iría a escapar, porque estaban confiados. Sólo había bastado un guardia para secuestrarla. Entonces, la hicieron caminar. Emanuela quiso dar gritos de ayuda, pero no había nadie para ayudarla. Veía a personas del Vaticano, en sotanas blancas. Todos la observaban, con curiosidad, hasta con malicia. Todos eran rostros extraños, ninguno prestaba ayuda. Todo escondían malas intenciones bajo sus miradas; viejos, pervertidos, corrompidos, escondiéndose bajo fachadas de limpios, santos y puros.
A Emanuela Orlandi, la joven de quince años, le entró un profundo sueño, seguramente porque le habían dado algo extraño, o el agresivo gendarme le había impuesto un paño con una sustancia adormecedora cubriéndole la boca. Y se durmió, y no volvió a saber más, hasta que despertó tiempo después, dentro de las dependencias del Vaticano. Blancos muros, entre tanta blancura y pureza, que llegaba a angustiar, que llegaba a generar ahogo y desesperación.
Despertó luego. Tenía un grillete firmemente asegurado a su cuello, y una cadena que provenía de él, y se perdía, en las manos de alguien, o aseguradas a algún pilar de hierro. Estaba en un cuarto blanco total, algo de reducido espacio, con cerámicas blancas cubriéndolo todo. Sobrecogida, consternada, comprobó, que su lengua estaba fuera de su boca, y lamía una fina columna de metal, dejándole el sabor a hierro en la boca, y un disgusto. Más horrorizada aún, se dio cuenta que estaba desnuda. Contempló su cuerpo joven, desnudo, indefensa, y estaba con rodillas y manos apoyadas en el suelo. Su tierna piel estaba al descubierto, y los grilletes de las cadenas le apretaban dolorosamente. Sudó de miedo, y entonces levantó la mirada para contemplar lo que sucedía. Frente a ella se acercaban algunas figuras.
-Qué buen trabajo, han reclutado a estas jóvenes mujeres de bellos cuerpos. Podemos ya dar inicio a las fiestas, los preparativos ya están –anunció una santidad, un anciano vestido con sotana, y allí estaban los demás encargados del Vaticano. Todos que tenían diversos cargos, más altos, más bajos. Distintas superioridades. Una parte seleccionada de los que hacían sus labores allí. Emanuela temblaba, en impotencia, sobrecogida por el temor.
A las afueras del Vaticano, había unos sospechosos vehículos negros. Ante las puertas de los automóviles, había sujetos vestidos de negro, con metralletas automáticas sobre sus manos, totalmente ilegales y peligrosas. Era la mafia italiana, y estaba toda estacionada frente al Vaticano. Lo más sorprendente, era, que como en un tétrico acuerdo, los sacerdotes y residentes del edificio santo se paseaban por afuera, con sus sotanas, con toda naturalidad. Con rostros sonrientes, saludaban, seguían sus caminos, y tenían una relación casi familiar con la mafia. Se llevaban a cabo acuerdos siniestros, para las esperadas y habituales celebraciones que ocurrían en la santa sede.
Mientras los momentos para Emanuela estaban contados, en los alrededores de la ciudad del Vaticano, transitaba por aquel día con espontaneidad, fuera de sus ocupaciones, el sumo sacerdote, jefe del cuerpo de exorcistas de la institución. El exorcismo, era una labor que se cuenta fue integrada, desde tiempos inmemorables. Desde tiempos, en que el mismo Vaticano fue fundado, hacía bastante tiempo atrás. El padre que transitaba, Gabriel Amorth, tenía ochenta y cinco años, tantos años como un viejo árbol. Y paseaba, con sus piernas cansadas. Había aprovechado de salir, porque pronto tenía pensado retirarse de la institución. Ya a su avanzada edad, sabía que la vida ya no le daría para mucho, que si apenas le quedarían algunos años, y que ya estaba pronto a irse a los altos cielos. Entonces aprovechaba salir, y recorrer los lugares más escondidos de su pintoresca ciudad, los más peculiares, por los que nunca había pasado, para aprovechar de respirar, recibir la luz del sol, y disfrutar de tranquilos días.
El padre se había detenido a almorzar en un restaurante que conocía. Lo elegía siempre, porque allí lo atendían especialmente. Como era reconocido, no le gustaba llamar la atención popular, y en el restaurant, le destinaban una mesa sola para él, y lo atendían en horas en que el local estaba supuestamente cerrado. Se cerraban las cortinas, y el reverendo se disponía a comer. Había ordenado sopa. Bebía, con sus desgastados labios, y abría un periódico. Le disgustaba enterarse, que nuevamente había noticias sobre su santa institución, el Vaticano. Noticias, sobre presuntos abusos del tipo sexual. “Falacias, puras falacias, mentiras”, pronunciaba él con desprecio. Conocía bastante bien la institución en la que había estado desde hace muchos años, desde los treinta, cuando asistía a ayudar, cuando estaba ante la atención de los superiores. Nunca había visto nada extraño, nada digno de acusar. Y sus arrugas, y su experiencia, no eran algo con lo que iba a mentir. Sus ojos nunca lo habían engañado.
Volvía a doblar el periódico enfadado, y se regresaba, dispuesto ya a retornar a sus labores. Cuando se preparaba a salir del local, el empleado que lo había atendido, un profundo amigo suyo, mientras limpiaba una copa con un paño, y observaba el periódico dejado sobre la mesa, le decía:
-¿No creerá usted padre, que aquellas noticias son reales, verdad? ¿Por qué la prensa inventará esto?
El padre se volvió. Con una severa mirada, y fastidiado, le respondió, con su desgastada voz, dejando muy en claro:
-Porque son unos aburridos. Siempre han querido manchar nuestra santa institución.
Y se retiró, llevando su sotana con autoridad. Su vieja figura atravesó la puerta de salida, y desapareció. Más tarde, el sol recibió su rugosa y pálida piel. Era tiempo ya de regresar a la institución. Tendría una seria charla con algunos de sus respetables hermanos, compañeros, convivientes. Había que refutar aquellos dichos atrevidos de la prensa, o por lo menos, reprender severamente a los periodistas.
Era más del mediodía, cuando en el tranquilo apartamento donde vivía Emanuela, sus padres llegaban de los trabajos, y apenas se habían percatado de la ausencia de su hija. Estaban por preparar el almuerzo, acostumbraban a comer todos en familia. Entonces, notando la evidente ausencia, el padre preguntó, al tiempo en que la madre lo miraba:
-¿Dónde estará Emanuela? Suele llegar a estas horas del conservatorio…
-Quizás ha quedado de juntarse con algunos amigos –respondió la madre, con naturalidad. Pero luego desconfió, ante lo que el padre le respondió:
-Sí pero ya sabes, que Emanuela no es de tener muchos amigos… Me preocupa.
Sin embargo, era muy temprano para preocuparse. Aunque a medida que fue transcurriendo el día, y la luz del sol se iba retirando, sus padres ya estaban verdaderamente angustiados, y desesperados. No se había ido el día aún, cuando varias horas después, con ayuda de las autoridades y muchas familias sintiéndose identificadas, la ciudad del Vaticano ya estaba repleta y llena de afiches de la niña desaparecida. Todos prestaban su ayuda, todos se conmovían. Sus padres iban de un lugar a otro, derramando lágrimas, implorando por ayuda. Su padre, un hombre joven de baja estatura y cabellos negros, y su madre, una mujer alta y blanca, de cabellos castaños como su descendiente. Ambos muy italianos. Y era lastimoso, verlos, tan desesperados buscando a su desprotegida hija. Los afiches decían:
“Emanuela Orlandi. Desaparecida. Si la encuentran o tienen algún rastro de ella, por favor contactarnos…”. Aparecía que los datos de la familia, y datos adicionales de la desaparecida se entregaban en los números que habían dispuesto allí. En las palabras de sus padres, se notaba la desesperación. Mencionaban que iba camino al conservatorio de música, cuando había desaparecido, y que la recompensa que también ofrecían, era abundante. En el afiche aparecía una foto de blanco y negro, de un instante de Emanuela en el observatorio, mirando dispuestamente a la foto, esbozando una ligera sonrisa, hasta tímida. La foto había sido hecha hace un mes, bastante reciente. Había otras fotos de ella también tocando la flauta traversa. Los afiches estaban por todos lugares. Algunos, tenían otras informaciones, diversas, pero todos apuntaban a lo mismo: la desaparecida. Los padres estuvieron recorriendo la ciudad, en la busca de ayuda e informaciones, hasta que después agotados, volvieron a su hogar. Y comenzaban a contestar con desesperación, las reiteradas llamadas. Algunas daban incluso, para informaciones falsas sobre el paradero de su hija. Esto por supuesto, los agobiaba más.
Mientras transcurría el día, recibieron dos llamadas en particular, de dos hombres en particular. Uno era bastante joven, y alegaba haberse encontrado con Emanuela ese mismo día. Decía tener sus pertenencias. El otro, un hombre más mayor, sólo había hecho amenazas a la entristecida y desprotegida familia. Aunque se habían discutido encuentros, al final no se habían visto resultados, y los hombres luego habían desaparecido, para con el tiempo, no volver a llamar. Sus turbados padres, continuaron desalentados.
En el Vaticano, el padre Gabriel Amorth recorría los pasillos. Como en su entrada, vio que todos lo observaban con miradas sospechosas, y hasta inquietas, le había generado desconfianza. Por el pasillo, se topó con otro sacerdote, uno menor, canoso. Y con su siempre estricta actitud, le preguntó:
-¿Qué sucede hermano, que he visto a todos tan nerviosos?
-Son los asuntos del Vaticano, padre –le respondió con rastros imperceptibles de nerviosidad que disimulaba muy naturalmente-. Bueno, habrá una salida hoy y reuniones en otra iglesia. Debería ir usted padre, para que aprovechara de salir un rato –le dijo, pensando que sería bastante oportuno que el padre desapareciera de la institución un rato, para que quedara escondido lo que ya estaba sucediendo, y lo que habría de suceder.
-No –respondió el padre cortantemente-. Ya he salido.
“Pues bien padre, nos veremos” respondió el sacerdote aún disimulando, se excusó, y se retiró. Luego en los pasillos interiores, había dos sacerdotes que murmuraban secretamente. Uno de ellos le decía: “¿Ya han raptado a las jóvenes chicas, verdad? ¿Darán ya inicio a las fiestas sexuales?”. “Sí”, le respondía el otro. “Ya hemos hecho esto muchas veces atrás ya, no hay de qué preocuparse. Todo saldrá con normalidad como siempre". Entonces, ambos se estrechaban las manos, se despedían, y continuaban sus rumbos. Todo lo que se estaba planeando pasaba perfectamente disimulado, hasta que llegó el padre Gabriel Amorth a los pisos inferiores, y pasó cerca de las capillas de oración. Le extrañó ver a tantos sacerdotes transitar por allí, fuera de sus labores. Ya estaba sintiendo la desconfianza. Entonces, el padre mientras caminaba iba meditando. Y pensaba, que él también había estado muy alejado de sus labores.
-Dios pensará que lo he dejado algo de lado… -se dijo pensativo. Hacía una temperatura agradable. La había querido aprovechar hoy, y había salido. Pero aun así, el anciano era tan comprometido a sus labores, que sentía que debía limpiar sus culpas. Entonces, caminó por los pasillos, y llegó a un lugar destinado sólo a las altas superioridades del Vaticano. Un lugar, en el que sólo él y unos pocos, tenían permiso a entrar. Ese era un lugar santo, en los pisos inferiores. Allí, los superiores se confesaban. Entró, y observó una gran réplica de Cristo crucificado, en mármol. El lugar estaba muy solitario como siempre. Estaba decorado con lujosas alfombras marrones, y columnas de oro en las esquinas de los muros, y en general, había mucha comodidad. Entonces, se arrodilló frente a Cristo, y se confesó, pidiendo que le fueran perdonadas sus salidas cotidianas fuera de la institución. Después de esto, se dirigió a unas escaleras en una esquina, y descendió. Sin esperar nada, pero todavía teniendo algo de desconfianza.
Emanuela estaba agotada. Continuaba en aquella habitación blanca, como una especie de subterráneo en cerámica, y ya la habían violado varias veces. A cierta distancia de ella, en otros lugares de la inmensa habitación, estaban siendo abusadas otras chicas. Ella seguía encadenada, y había un cura muy insistente, que la violaba una y otra vez, sin jamás retirarse. Incluso cada cierto tiempo, llegaban hasta tres y abusaban de ella al mismo tiempo. Emiliana ya estaba desfalleciendo. En su interior, ya había gritado varias veces de desesperación. Nunca había anhelado tanto la muerte, estaba viviendo el tormento más grande de su vida. Las figuras depravadas, se montaban sobre ella, y sentía el peso de ellas sobre su lomo. Estaba angustiada, y las lágrimas se le derramaban continuamente. Había unos veinte sacerdotes en la habitación. Entonces, entraron unos hombres vestidos de negro, que eran la mafia. Uno de cabellos rizados y anteojos, los lideraba. Entraron, con las metralletas en mano todavía, y sólo había faltado su llegada, para llevar a cabo las fiestas sexuales como era acordado. Entonces, contemplaron a las chicas raptadas, como quien evalúa el producto, y comenzaron a desvestirse, y muchos a abusar de ellas, junto a los curas. Emiliana ya no resistía más. Estaba muriendo, su cuerpo ya no podía aguantar más violación.
Hasta que llegó el momento, en que el padre Gabriel Amorth estuvo frente a las puertas de aquella habitación donde todo sucedía, habiendo llegado casi casualmente, porque estaba al final del pasillo, del último piso inferior de la santa institución. Allí llegó, y le extrañó ver a dos sacerdotes en la puerta, como guardias. Ellos estaban encargados de vigilar. Pero como les ordenaban sus labores, no podían hacer nada ante el padre, y sólo intentaron como pudieron, alejarlo de allí, mantenerlo a la distancia, y convencerlo de que nada importante había dentro. Pero era una tarea bastante difícil convencer al padre. Dentro de ellos, ya se sentían hasta resignados, y sólo querían correr por sus vidas y escaparse. Sabían que ya era un caso perdido alejar al padre, impedir que se entrometiera.
Pero el padre Gabriel Amorth les preguntó qué estaban guardando en forma tan sospechosa tras aquellas puertas. Los sacerdotes sudaban, nerviosos. Y aunque el padre ya se había decidido entrar, y sabía que no tenía caso que aquellos siguieran custodiando, ellos se negaban a retirarse, como oponiéndose a un desafortunado destino. Pero entonces el padre los amenazó, y les ordenó que se quitaran enseguida.
-Padre, usted no tiene nada importante que ver allí –tartamudeó uno de los sacerdotes, pero el padre lo quitó del camino. Abrió las puertas entonces, y se sorprendió, al encontrar la inmensa habitación santa, desamueblada, cubierta enteramente en cerámica blanca, que se decía era el lugar donde por años, las superioridades más altas del Vaticano habían tenido revelaciones y visiones divinas, y que hasta esa era la misma habitación que el Papa ocupaba en ocasiones. Pero se sorprendió tanto, que pensó que moriría en el instante, de un infarto, al ver la desenfrenada orgía frente a su mirada, y al ver a todos aquellos sacerdotes, abusando y matando a las jóvenes. El padre Gabriel Amorth se quiso desmayar. Pero entonces, intervino rápidamente, y horrorizado, dio un grito para que todo se detuviera. Pero el que llevaba el liderazgo en la mafia, cruzó rápidamente la inmensa habitación, levantó la metralleta y le puso el cañón contra la garganta, y lo amenazó.
-Sería una lástima que en los periódicos saliera mañana, sobre la muerte de un padre en el Vaticano, ¿no? Tenemos el poder para hacerlo. Pero usted debe guardar silencio de por vida, o hasta que se retire de la institución sobre esto, o le atravesaré unas cuantas balas en la garganta.
El padre tragó saliva, y sudando, asintió. Entonces, lo echaron de la habitación, y se quedó puertas afueras, aún atemorizado y temblando, espantado, marcado por lo que había visto. Los dos sacerdotes que habían estado ante las puertas ya se habían retirado, por temor a ser descubiertos. El padre subió, y pretendió continuar con sus labores. Ya estaba amenazado de muerte, pero iba a implorar a Dios aquella noche, y todos los días, que le librara la mente de lo horroroso que había visto, de la maleza del ser humano, y que le diera las fuerzas, para continuar adelante, y alguna vez llegar a delatar.
Emanuela Orlandi estaba muriendo mientras era abusada, por lo que terminado el desenfreno, el sacerdote que la había abusado constantemente, se la entregó a uno de los mafiosos. Que para no dejar evidencia, procedió a hacerla desaparecer. Todas las chicas raptadas, luego de la peor tortura de sus vidas, luego de que fueran abusadas, eran muertas, para no dejar evidencias, sin respeto alguno hacia la vida humana. Emanuela no fue la excepción, y el mafioso la llevó hasta una habitación solitaria y reducida, le rompió y arrancó la mandíbula, y de un escopetazo en el pecho la mató. Su cadáver desnudo quedó deformado y sin vida.
El padre Gabriel Amorth años después, se había retirado de la institución. Y en su primer día de retiro, había citado a toda la prensa, para hacer las declaraciones. Luego, esperó su muerte, pero ésta no llegó, contrariando a cómo habían anunciado las amenazas. Después de todo, el compromiso de callar era hasta que se retirara de la institución. En aquellos días, hasta allí, continuaban buscando a la desaparecida Emanuela Orlandi a lo largo de toda Roma, todavía con esperanzas de encontrarla. Pero el padre ya había dicho lo que le había sucedido, y había dicho que era mejor también, dejar de buscarla, porque ella seguramente ya había sido asesinada. Todo esto había transcurrido en un lapso de años. Pero la vida de Emanuela Orlandi, una chica simple, carismática, algo callada y hasta retraída a veces, con una gentileza natural, no había valido nada, si ella hubiera sabido que habría de terminar sus días de la forma más horrible, en la santa sede, reunión de santidades, el Vaticano.
Aunque con los días, habían surgido más rumores ante el caso. Una mujer anónima había declarado, que Emiliana había sido enterrada junto al líder mafioso, que había muerto recientemente. La policía llegó a inspeccionar el féretro, lo abrieron, y encontraron un esqueleto, y las partes de otro, que parecía de una edad más joven. Esto les extrañó, pero hasta los días más actuales, nunca habían podido resolver nada. Nunca se había aclarado con totalidad, ante los ciudadanos, la desaparición de la chica, Emanuela Orlandi. Pero el padre Gabriel Amorth estaba seguro de conocer la verdad, y lo que había visto él mismo, le hacía dudar, le hacía pensar cómo era posible, que hubiera tanta maldad en el mundo al que Dios los había enviado.
Inspirado en el caso de Emanuela Orlandi.

DarkDose


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