Esta es una historia inverosímil, llena de fantasía, de esas
que aparecen de vez en cuando en el puerto. No recuerdo bien si es que sucedió
en el puerto de Valparaíso de Chile, o en otro lugar, pero lo más seguro es que
fue en ese. Son de estas historias que te cuenta tu abuelo, un tío, tu primo,
quizá algún extraño por ahí, pero en fin. No siempre se puede comprobar la
fuente. Pero historias asombrosas con el poder de quedar en la memoria, siempre
las hay.
Había un solitario joven, lánguido, de mirada
desesperanzada, de cabello corto y desordenado, que gustaba pasearse por afuera
de los comedores del puerto y mirar por las ventanas, buscar su inspiración, y
luego alejarse. Solía después sentarse a la orilla de la playa, en la tierna y
plácida arena. Gustaba de sacar su cuaderno siempre, y de anotar hasta el más
mínimo detalle.
Aurelio se llamaba este chico. No había persona en el mundo
que le gustara más escribir. Este adolescente escribía de mañana, de tarde y de
noche. Era inseparable de su cuaderno que era su sustento, su alimento del
espíritu. Cuando se sentía solitario escribía. Cuando quería escuchar las voces
que le hablaban escribía. Pero siempre se sentía solitario, se había
acostumbrado a retraerse de la comunidad.
Escribir era lo que más le agradaba. Era como un afán
porfiado, como un remedio al que estaba viciado. ¿Y de dónde había sacado este
gusto? Se podía pensar que quizá este se lo había pasado su abuelo, quien
siempre le inculcó la magia de la escritura y las inagotables historias que
pueden habitar en ella. Además, una infancia siempre llena de cuentos al
dormir, por aquel cálido familiar como el abuelo, puede ser la raíz de una gran
imaginación a futuro, y todas estas cosas fueron lo que le inspiraron el amor
por su tozuda manía de escribir todo lo que veía en el día.
Pues resulta que, desde pequeño, Aurelio había tenido el
presentimiento de que algún día tendría la misión de retratar algo importante
en su escritura. Así como un diario de vida, en que habría de llegar un día que
un acontecimiento importante anotado en él pasaría a la historia. Una tarde
salió de comer de uno de los tantos restaurantes del puerto de Valparaíso, y a
la salida se encontró con sus amigos. Un grupo de tres. La chica, Rosalinda,
que era una bella muchacha santiaguina –la capital de Chile-, de una
personalidad contagiosa, y dos despistados, que habían sido sus amigos desde
los tiempos de la niñez. Inseparables y alargados.
Pasó a ser que Rosalinda andaba nuevamente con su afán de
beber, cuando se le contempló una lata apretada en la mano, en aras de como
siempre, buscar una jarana, o un carrete,
como solía decirse en la jerga típica del lugar, que consiste en pasarla bien y
tomar tragos. Se lo planteó a Aurelio, diciéndole:
— ¿Tienes ganas de hacer algo? ¿Por qué no nos acompañas a
la playa a tomar y pasar un rato?
Aurelio venía con el estómago lleno después de comer, pero
igualmente aceptó. Total, sabía que a Rosalinda no le gustaban las negaciones,
y que era preferible compartir con ella antes que recibir un regaño sobre lo
mal que le parecía que no participara en sus planes.
El grupo solía reunirse todas las tardes a la orilla de la
playa. Ésta era una más de esas tardes. El sol entibiaba agradablemente los
bordes de las cosas y la arena. Se sentaron los cuatro donde el término del
agua mojaba apenas, con sus pequeñas olas haciendo un esfuerzo para llegar
adelante, y allí se quedaron. Rosalinda sacó las latas de cervezas y se
pusieron a beber un rato.
Por la calle estaban haciendo una fiesta de La Tirana improvisada, pues aunque no se
hacía en esta región, sino más bien en Tarapacá, una de las últimas regiones al
norte de Chile, igualmente este día era la excepción y había algunos
organizadores que estaban llevando a cabo esta festividad. Aurelio miró, algo distraído,
dio un sorbo al trago y sacó su cuaderno. Lo tuvo en mano por si tenía algo que
anotar. Pronto comenzó a hacerlo. Rosalinda lo miró con una divertida sonrisa
de sarcasmo, y le dijo:
—Mira, ya sacó su famoso cuaderno de nuevo.
—Este es un porfiado —dijo uno de sus amigos.
Aurelio no hizo caso y siguió con sus anotaciones. Un rato
después, todos ya estaban algo bebidos, y comenzaban a experimentar los
primeros síntomas del trago tales como el mareo y la leve fiebre, además de las
risas que vinieron enseguida y una explosiva subida del humor. Comenzaban a
conversar entonces y a reírse y a echarse para atrás. De pronto un sonido
estremeció las aguas, y su cubierta se revolvió como si algo fuera a emerger de
ellas. Dos inmensas sombras aparecieron, que se fueron acercando hacia un
roquerío pegado a la orilla. La fiesta de La Tirana continuaba, pero ya se
habían ido más lejos, y a la distancia, ya parecían escucharse como un susurro.
—Qué diablos fue eso —exclamó Aurelio ante el estrépito del
mar y luego un súbito temblor, que remeció la arena sobre la que estaban
sentados. Se incorporaron, como si les costara mantener el equilibrio. Entonces
de las aguas, surgieron dos cuellos colosales que se alzaron hacia los cielos,
y se les quedaron mirándolos, desde arriba. Eran cuellos coloridos, adornados
con argollas pintados a ellos. Las cabezas, en las puntas de estos cuellos
todavía chorreaban agua fresca, por haber estado sumergidos en lo más profundo
de las aguas. Eran como de cuento, eran dos serpientes marinas colosales.
Aurelio sintió que se le mojaban los pantalones porque creyó que se había
meado, pero realmente le había caído un torrente de agua que habían levantado
estas dos serpientes. Los demás del grupo, se quedaron mirando incrédulos, sin
saber qué hacer, especialmente Rosalinda, paralizada.
Los otros dos lánguidos alargados jóvenes salieron corriendo
asustados. Muy amigos de la infancia podrán haber sido de Aurelio, pero sus
temores eran más grandes y sus vergüenzas menores, y preferían escapar que quedarse
a contemplar algo que jamás habían visto, y morir. Aurelio, atónito ante algo
totalmente imposible, se quedaban observando a las serpientes marinas, sin
hacer movimiento alguno, con la boca tan abierta como el vasto mar. Sacó su
cuaderno lentamente entonces, en un ademán por escribir lo que estaba viendo,
pero un nuevo estrepitoso rugir de las aguas fue como una advertencia de que
podía ser peligrosa la cercanía, y un temblor lo echó volando. Y Rosalinda,
para protegerlo, lo afirmó y se lo llevó hacia atrás, donde se escondieron por
unas rocas.
—Qué estás pensando, haberte quedado parado allí, tonto —le
dijo.
—Yo no sé, sólo sé que he visto algo inédito, como si fuera
una historia de mi abuelo —dijo Aurelio.
Se quedaron mirando a las serpientes, que golpeaban con sus
grandes olas la superficie del mar y causaban un escándalo de ruido y
levantaban enormes cantidades de agua por los aires. En vez de luchar, como se
hubiera podido creer según lo que se veía, más bien parecían jugar. Eran tan
monstruosas, que espantaban a cualquiera, ¿y de dónde rayos habían salido esos
dos monstruos marinos?, se preguntaba Aurelio. Llegó a una impresionante
deducción después: Por los colores, se parecían a los trajes y máscaras que
usaban en La Tirana. Quizá aquellas serpientes eran dos divinidades de las que
se representaban en esas máscaras que usaban los bailarines y artistas de
aquella celebración. Aurelio, horrorizado, no podía parar de contemplarlas aun
con el miedo que le provocaban. Con su cuaderno empezó a describirlas. “Hoy he
visto dos monstruos marinos”, anotó.
—Deja ese cuaderno y vámonos —le dijo Rosalinda. Pero las
serpientes eran tan vastas, que de un coletazo alcanzaron el lugar donde
estaban ellos, y salieron expulsados por los aires. Eran tan alargadas que
parecía que irían a salirse de las aguas y perseguirlos en cualquier momento,
entonces realmente se atemorizaron, y corrieron. Ya después de un rato no
supieron más de las serpientes, y no sabían si habían desaparecido porque no se
atrevían a volver para comprobarlo, estaban aterrados de verlas de nuevo.
Después, para olvidar aquella delirante experiencia se
sentaron en unos bordes de piedra en la terraza arriba de la playa. Ahí se
pusieron a beber, para como dije, olvidar. Creían que bebiendo irían a alejar
la experiencia que pensaban que había sido una alocada quimera de la
borrachera, pero no sabían que era totalmente real, más de lo que pensaban.
Aunque habían visto a dos serpientes que parecían de cuento, pero estaban allí,
se habían vuelto a sumergir en las aguas, y habían visto a sus presas, ellos,
los humanos, y si no se hubieran alejado los habrían matado de un coletazo.
—Vamos a olvidarnos de esto tomando. Y porqué no me besas,
quizá así nos ponemos a pensar en otras cosas.
— ¿Besarte? —preguntó Aurelio extrañado. Entonces Rosalinda
acercó su rostro al suyo, y con sus dulces labios de esencia de frutilla le dio
un beso, le sostuvo la mejilla con una de sus tiernas manos de santiaguina y
ahí estuvieron, dándose un placer rutinario, desentendido, improvisado. Aurelio
después pensó en su cuaderno, y supo que había anotado sobre estas dos
serpientes en él. Por fin había anotado algo importante, una realidad, una
historia fantástica que le había llegado a pasar un día. Después no continuó
frecuentando la playa. De él no se supo más, y desapareció.
DarkDose
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