viernes, 7 de junio de 2013

Los dragones carnavalescos (Fantasía/Relato)

Esta es una historia inverosímil, llena de fantasía, de esas que aparecen de vez en cuando en el puerto. No recuerdo bien si es que sucedió en el puerto de Valparaíso de Chile, o en otro lugar, pero lo más seguro es que fue en ese. Son de estas historias que te cuenta tu abuelo, un tío, tu primo, quizá algún extraño por ahí, pero en fin. No siempre se puede comprobar la fuente. Pero historias asombrosas con el poder de quedar en la memoria, siempre las hay.
Había un solitario joven, lánguido, de mirada desesperanzada, de cabello corto y desordenado, que gustaba pasearse por afuera de los comedores del puerto y mirar por las ventanas, buscar su inspiración, y luego alejarse. Solía después sentarse a la orilla de la playa, en la tierna y plácida arena. Gustaba de sacar su cuaderno siempre, y de anotar hasta el más mínimo detalle.
Aurelio se llamaba este chico. No había persona en el mundo que le gustara más escribir. Este adolescente escribía de mañana, de tarde y de noche. Era inseparable de su cuaderno que era su sustento, su alimento del espíritu. Cuando se sentía solitario escribía. Cuando quería escuchar las voces que le hablaban escribía. Pero siempre se sentía solitario, se había acostumbrado a retraerse de la comunidad.
Escribir era lo que más le agradaba. Era como un afán porfiado, como un remedio al que estaba viciado. ¿Y de dónde había sacado este gusto? Se podía pensar que quizá este se lo había pasado su abuelo, quien siempre le inculcó la magia de la escritura y las inagotables historias que pueden habitar en ella. Además, una infancia siempre llena de cuentos al dormir, por aquel cálido familiar como el abuelo, puede ser la raíz de una gran imaginación a futuro, y todas estas cosas fueron lo que le inspiraron el amor por su tozuda manía de escribir todo lo que veía en el día.
Pues resulta que, desde pequeño, Aurelio había tenido el presentimiento de que algún día tendría la misión de retratar algo importante en su escritura. Así como un diario de vida, en que habría de llegar un día que un acontecimiento importante anotado en él pasaría a la historia. Una tarde salió de comer de uno de los tantos restaurantes del puerto de Valparaíso, y a la salida se encontró con sus amigos. Un grupo de tres. La chica, Rosalinda, que era una bella muchacha santiaguina –la capital de Chile-, de una personalidad contagiosa, y dos despistados, que habían sido sus amigos desde los tiempos de la niñez. Inseparables y alargados.
Pasó a ser que Rosalinda andaba nuevamente con su afán de beber, cuando se le contempló una lata apretada en la mano, en aras de como siempre, buscar una jarana, o un carrete, como solía decirse en la jerga típica del lugar, que consiste en pasarla bien y tomar tragos. Se lo planteó a Aurelio, diciéndole:
— ¿Tienes ganas de hacer algo? ¿Por qué no nos acompañas a la playa a tomar y pasar un rato?
Aurelio venía con el estómago lleno después de comer, pero igualmente aceptó. Total, sabía que a Rosalinda no le gustaban las negaciones, y que era preferible compartir con ella antes que recibir un regaño sobre lo mal que le parecía que no participara en sus planes.
El grupo solía reunirse todas las tardes a la orilla de la playa. Ésta era una más de esas tardes. El sol entibiaba agradablemente los bordes de las cosas y la arena. Se sentaron los cuatro donde el término del agua mojaba apenas, con sus pequeñas olas haciendo un esfuerzo para llegar adelante, y allí se quedaron. Rosalinda sacó las latas de cervezas y se pusieron a beber un rato.
Por la calle estaban haciendo una fiesta de La Tirana improvisada, pues aunque no se hacía en esta región, sino más bien en Tarapacá, una de las últimas regiones al norte de Chile, igualmente este día era la excepción y había algunos organizadores que estaban llevando a cabo esta festividad. Aurelio miró, algo distraído, dio un sorbo al trago y sacó su cuaderno. Lo tuvo en mano por si tenía algo que anotar. Pronto comenzó a hacerlo. Rosalinda lo miró con una divertida sonrisa de sarcasmo, y le dijo:
—Mira, ya sacó su famoso cuaderno de nuevo.
—Este es un porfiado —dijo uno de sus amigos.
Aurelio no hizo caso y siguió con sus anotaciones. Un rato después, todos ya estaban algo bebidos, y comenzaban a experimentar los primeros síntomas del trago tales como el mareo y la leve fiebre, además de las risas que vinieron enseguida y una explosiva subida del humor. Comenzaban a conversar entonces y a reírse y a echarse para atrás. De pronto un sonido estremeció las aguas, y su cubierta se revolvió como si algo fuera a emerger de ellas. Dos inmensas sombras aparecieron, que se fueron acercando hacia un roquerío pegado a la orilla. La fiesta de La Tirana continuaba, pero ya se habían ido más lejos, y a la distancia, ya parecían escucharse como un susurro.
—Qué diablos fue eso —exclamó Aurelio ante el estrépito del mar y luego un súbito temblor, que remeció la arena sobre la que estaban sentados. Se incorporaron, como si les costara mantener el equilibrio. Entonces de las aguas, surgieron dos cuellos colosales que se alzaron hacia los cielos, y se les quedaron mirándolos, desde arriba. Eran cuellos coloridos, adornados con argollas pintados a ellos. Las cabezas, en las puntas de estos cuellos todavía chorreaban agua fresca, por haber estado sumergidos en lo más profundo de las aguas. Eran como de cuento, eran dos serpientes marinas colosales. Aurelio sintió que se le mojaban los pantalones porque creyó que se había meado, pero realmente le había caído un torrente de agua que habían levantado estas dos serpientes. Los demás del grupo, se quedaron mirando incrédulos, sin saber qué hacer, especialmente Rosalinda, paralizada.
Los otros dos lánguidos alargados jóvenes salieron corriendo asustados. Muy amigos de la infancia podrán haber sido de Aurelio, pero sus temores eran más grandes y sus vergüenzas menores, y preferían escapar que quedarse a contemplar algo que jamás habían visto, y morir. Aurelio, atónito ante algo totalmente imposible, se quedaban observando a las serpientes marinas, sin hacer movimiento alguno, con la boca tan abierta como el vasto mar. Sacó su cuaderno lentamente entonces, en un ademán por escribir lo que estaba viendo, pero un nuevo estrepitoso rugir de las aguas fue como una advertencia de que podía ser peligrosa la cercanía, y un temblor lo echó volando. Y Rosalinda, para protegerlo, lo afirmó y se lo llevó hacia atrás, donde se escondieron por unas rocas.
—Qué estás pensando, haberte quedado parado allí, tonto —le dijo.
—Yo no sé, sólo sé que he visto algo inédito, como si fuera una historia de mi abuelo —dijo Aurelio.
Se quedaron mirando a las serpientes, que golpeaban con sus grandes olas la superficie del mar y causaban un escándalo de ruido y levantaban enormes cantidades de agua por los aires. En vez de luchar, como se hubiera podido creer según lo que se veía, más bien parecían jugar. Eran tan monstruosas, que espantaban a cualquiera, ¿y de dónde rayos habían salido esos dos monstruos marinos?, se preguntaba Aurelio. Llegó a una impresionante deducción después: Por los colores, se parecían a los trajes y máscaras que usaban en La Tirana. Quizá aquellas serpientes eran dos divinidades de las que se representaban en esas máscaras que usaban los bailarines y artistas de aquella celebración. Aurelio, horrorizado, no podía parar de contemplarlas aun con el miedo que le provocaban. Con su cuaderno empezó a describirlas. “Hoy he visto dos monstruos marinos”, anotó.
—Deja ese cuaderno y vámonos —le dijo Rosalinda. Pero las serpientes eran tan vastas, que de un coletazo alcanzaron el lugar donde estaban ellos, y salieron expulsados por los aires. Eran tan alargadas que parecía que irían a salirse de las aguas y perseguirlos en cualquier momento, entonces realmente se atemorizaron, y corrieron. Ya después de un rato no supieron más de las serpientes, y no sabían si habían desaparecido porque no se atrevían a volver para comprobarlo, estaban aterrados de verlas de nuevo.
Después, para olvidar aquella delirante experiencia se sentaron en unos bordes de piedra en la terraza arriba de la playa. Ahí se pusieron a beber, para como dije, olvidar. Creían que bebiendo irían a alejar la experiencia que pensaban que había sido una alocada quimera de la borrachera, pero no sabían que era totalmente real, más de lo que pensaban. Aunque habían visto a dos serpientes que parecían de cuento, pero estaban allí, se habían vuelto a sumergir en las aguas, y habían visto a sus presas, ellos, los humanos, y si no se hubieran alejado los habrían matado de un coletazo.
—Vamos a olvidarnos de esto tomando. Y porqué no me besas, quizá así nos ponemos a pensar en otras cosas.

— ¿Besarte? —preguntó Aurelio extrañado. Entonces Rosalinda acercó su rostro al suyo, y con sus dulces labios de esencia de frutilla le dio un beso, le sostuvo la mejilla con una de sus tiernas manos de santiaguina y ahí estuvieron, dándose un placer rutinario, desentendido, improvisado. Aurelio después pensó en su cuaderno, y supo que había anotado sobre estas dos serpientes en él. Por fin había anotado algo importante, una realidad, una historia fantástica que le había llegado a pasar un día. Después no continuó frecuentando la playa. De él no se supo más, y desapareció.

DarkDose


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