El
agua se filtraba por los tejados y caía en forma de gotas, por los bordes de la
casa. Una leve luz aclaraba la habitación. Desde el exterior provenía el
susurro del viento y el de las lejanías. La humedad reinaba por el alrededor.
Yo estaba de pie observando a través de la ventana, viendo el apagado
crepúsculo del final de un momento, del final de los días. Di un suspiro y
volví a la protección del centro del cuarto. Estaban Belinda y Eliana cerca de
la luz, tomaron asiento en el vestíbulo. Éramos encerrados por una sensación de
vana comodidad. Fue entonces, cuando llegó la primera carta de La Musaraña.
Había
día soleado en la ciudad. Había venido con mis amigas Belinda y Eliana, que me
insistían para que fuéramos al centro comercial. “Cristián”, rogaban. Me tenían
atrapado del brazo, cruzamos la calle. Me desprendí de ellas y eludí la
pretensión diciendo: “No podré, tengo otros compromisos”. Me miraron
extrañadas, finalmente nos disgregamos en una intersección de calles.
Continué
caminando y me encontré con un sujeto que pasando por mi lado dijo algo raro:
“El cielo es color mostaza”, expresó, y lo dejé seguir como quien evita a un
loco. Y todo lo demás fue así. Descubrí a un segundo individuo que no hizo más
que cruzar frente a mí para oírlo decir “Los pingüinos están calientes”. Otro
tipo pasó y expresó “Las suelas de los zapatos están desgastadas”. “El
firmamento está lleno de platillos voladores, las comidas vegetarianas son
mejor, el horno está encendido, el perro se come su cola”, y un sinfín de cosas
más. No lo podía creer. Todos decían algo distinto. Estaban desvariados.
Una
mujer tenía encima de su traje de ejecutiva una placa con el nombre de
“Patricia”. Avanzaba, diligente, llevaba un teléfono celular y habló: “La
reunión es a la hora de las nubes. Pero no, no me cabe el calzado. ¿Vamos a
cenar tacos esta tarde? Muy bien, adiós”. La mujer terminó la llamada. Quedé
atónito. Tras escuchar aquello, ideé en mi cabeza que todo se trataba de una
confabulación por parte de las personas de hablar en claves secretas. Pero
deseché aquella idea. En la ciudad estaban trastornados.
Proseguí
mi ruta. El cielo se había despejado en un azul. A través de la acera
industrial llegué al frente de un imponente edificio alargado recubierto de
celestes cristales diáfanos. Miraba hacia su altura. Mientras, la gente estaba
hablando estupideces a mi alrededor. Ingresé al edificio, las puertas
automáticas dejándome pasar. Debía descubrir lo que estaba sucediendo.
Pasé
por una recepción donde estaba lleno de secretarias tras sus puestos
comunicándose sin cesar incoherencias a través de sus audífonos de transmisión.
Hablaban desordenado, también estaban afectadas por el efecto que trastornaba a
todos en la ciudad, que yo desconocía. Me aventuré por aquel pasillo de
trabajadoras sin ser centro de la mayor atención; a paso rápido atravesé.
Habiendo
descendido en un aparato llegué a un sótano lúgubre de madera vieja donde en el
centro había una enorme máquina que escupía bocanadas de humo y hacía escándalo.
Era una máquina central. Alrededor de ésta se paseaba un clásico científico de
larga bata blanca y un abundante cabello ceniza desgreñado, que parecía sumido
en sus cavilaciones firmes y hacía maquinaciones con las manos, yendo de un
lugar a otro.
Había
un gato de color café como el mismo laboratorio clandestino, encima de una
mesa, que me dio una mirada siniestra. A causa de intuición supe que aquella
máquina central operando con incesante alboroto era la responsable del tormento
de la gente de la ciudad y de que se trastocaran sus palabras. Sobre un muro
agrio reposaba una placa de cobre que rezaba: Eduardo Espinoza. Era el nombre
del científico, lo cual se comprobaba además por medio de otra placa minúscula
que llevaba en su uniforme. El científico se acercó hacia mí en medio de una
trepidante sensación, abrumado mi ser por un recelo creciente en mi interior.
Entonces en dicho momento el laboratorio se esfumó. Me desaparecí.
Transcurrió
un día y volví a estar dentro del hogar. De las flores en el exterior brotaban
lágrimas, el atardecer incendiaba lo que restaba del día. Acomodado en el
oscuro sofá de cuero sorprendí a mis dos amigas entrando a la sala. Belinda y
Eliana se atosigaban con las palabras. Me levanté a contemplar a través de la
ventana. Eliana acudió a mi lado, y presionando su mano contra el cristal en un
suspiro desgastante, me dijo:
—
¿No te parece romántica la sutil lluvia que cae?
En
efecto, la ventana estaba húmeda. Había una febril llovizna en medio del
contraste del lánguido atardecer mojado. Aquella sensación era irreemplazable.
Belinda luego dijo:
—Las
estrellas en la noche me vuelven soñadora.
Entonces
tuve la certidumbre de que lo incipiente era real. “Ellas también lo estaban”,
me dije con terror. Era algo ineludible. Maldita chatarra de máquina y
miserable científico desvariado, troné para mis adentros. Belinda y Eliana se
soltaron en un extenso discurso de incoherencias sin filtro. También habían
sido afectadas.
—Pero
no importa por qué cauce pase el río, el cielo siempre estará estrellado. Quita
tus zapatos —dijo Belinda.
—Si
tan sólo las naciones lejanas estuvieran al alcance… No modifiques el camino.
Cuidado con la mariquita. La tierra a la tierra. Tiene blando corazón —añadió
Eliana.
“Mi
muy estimado receptor:
Es
perceptible el agobio que te causa el desorden en las palabras. Sólo una cosa
te puedo decir: lo hago con un propósito. Un deseo que tengo desde hace mucho
tiempo. Desde hace varios años soy científico, remontándose a mi juventud.
Siempre me daba rabia cuando las personas hablaban expresándose en
interminables y confusas representaciones de ideas que no tienen ni orden ni
fin. Me exasperan dichas cosas. Es por eso que les desordené sus propias ideas.
Les impuse orden entregándoles un caos lingüístico. Ahora sus lenguas se traban
al hablar; ahora sólo expresan despropósitos. No pienso detener esto, ni aunque
usted se derrumbe en exhortaciones. Una vez que el mecanismo empieza a
funcionar, ya se vuelve algo implacable. Los engranajes en marcha, mi
laboratorio operando, nada se puede hacer. Salvo una cosa: deseo que vengas a
visitarme esta noche. Prometo por las estrellas que con tu venida consideraré
la situación. Qué dice, ¿prefiere vivir por la eternidad en un mundo donde las
personas hablan cabezas de pescado?
Se
despide cordialmente, el doctor Eduardo Espinoza
La
Musaraña”.
“Ya
veo por qué se dice La Musaraña”, medité. “Es un engendro”. Llegué hasta la
puerta abierta y escuché una voz decir:
—Busca
en el cementerio del patio—. “Busca respuestas”, añadió el timbre desconocido.
“¿Y qué respuestas?”, pensé, si no había nada.
Esa
tarde arribé al laboratorio del doctor. Sobre la mesa estaba un sobre con mi
nombre escrito: “Bienvenido, Cristián”, decía. El científico extendió sus
brazos y se acercó hacia mí en un saludo efusivo.
—Bienvenido
al laboratorio, estaba esperando que llegaras —dijo pronunciando mi nombre. Se
me aproximó como si hubiera sido un antiguo conocido. Lo empujé hacia delante y
lo evité, con cierto asco. Viéndose para nada afectado continuó cordial y me
invitó pasar a una mesa de hielo con un vaso rosado encima. Su gato volvió a
mirarme con recelo. Seguí a La Musaraña y me ofreció trago de dicho vaso. En
ese instante recordé la máquina central echando vapor, y una intrínseca tensión
creció entre ambos. Me vio con ojos desconfiados, y me lanzó un ataque. El vaso
se ladeó, el contenido rosado derramándose. Corrí hacia la máquina del estupor,
divisé la palanca y la jalé hasta atrás, rompiéndola. Entonces me acordé de mi
enemigo y la contienda en desarrollo, y volví y nos trenzamos en agarrones. El
gato, enfurecido saltó de la mesa, aterrizó encima de mí y me hizo estragos la
espalda. Pero estaba demasiado distraído en la lucha con La Musaraña. El
científico, pese a su aspecto senil, se manejaba en los golpes, y me enviaba
varios que con suerte no me rompían la nariz, me pasaban por el lado del
rostro. El vaso contenedor del líquido rosado definitivamente se esparció, y la
mesita tambaleándose. Estaba agarrado de las mechas con el científico. Nos
decíamos improperios. Me regaló un rodillazo en los genitales, y finalmente lo
tumbé al suelo de un certero puño en el centro de la cara. Cayó duro como un
muerto; sólo faltaba el ataúd. Entonces me desaparecí, antes de que el
remordimiento interviniera donde no tenía nada que hacer.
Cuando
llegué al hogar resoplando, me encontré a Eliana.
—Eliana,
cómo estás —le dije.
—Estoy
bien —contesta, y me sorprendo de que hubiera hilvanado bien las palabras. El
orden había vuelto a ser normal. Después mis amigas me volvieron a incitar para
que fuésemos al centro comercial. Era de noche. Tras un rato Belinda tuvo la
idea de ordenar pizza. Estaba satisfecho. Lo importante era que había derrotado
a La Musaraña.
DarkDose
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