Había dos hombres en una choza. Vestían trapos largos,
estaban cubiertos hasta la mirada, y una tela les rodeaba la cabeza. Afuera
hacía frío. Bebían tragos de agua. Se refrescaban, y reposaban, aguardando,
abstraídos, concentrados en sus vidas.
Era plena mañana. Ambos hombres estaban tranquilos, pero
sabían que en un rato debían trabajar. Afuera se estacionó una carreta. Ya
tenían que salir. Estaban desganados. Pero tenían que realizar, sus labores.
La carreta partió. Ambos, iban montados, llevaban barriles
atrás. A la tarde volverían. Por el transcurso del camino, la carreta pasó frente
a un viejo cementerio. Había pinos muy altos y frescos, que se mecían con el
viento. No le prestaban mayor atención.
-¿Quieres? –le dijo el hombre, y le ofreció un pedazo de
galleta envuelta a su compañero.
En la entrada del cementerio estaban los tupidos árboles. La
entrada estaba abierta. Entraban brisas refrescantes. Había un camino de piedra
que adentraba al cementerio. Dentro, había unas cuantas tumbas abiertas, a un
lado de la cripta. Estaban destapadas. Los muertos no estaban dentro.
La noche anterior, aquellos muertos se habían salido de sus
tumbas. Ahora deambulaban. Uno de ellos se había comido a una persona, que hace
rato había venido a ver a un familiar fallecido. Ahora el muerto que lo había
interceptado, lo devoraba.
El ramo de flores estaba desparramado. Aquella mañana, los
muertos se reunieron. “Quién sabe dónde queda el pueblo” preguntó uno.
-¿Queda muy lejos de aquí?
-No demasiado –gruñó uno de los muertos más robusto, más
vigoroso. Uno se inmiscuyó en la conversación:
-Vamos al pueblo, a devorar personas, a asaltar –dijo
entusiasmado.
El pueblo estaba frente al cementerio, el reducido pueblo.
Una sola carretera comunicaba ambos trechos.
El más fuerte de los muertos, el más autoritario, el que
llevaba la batuta era inmenso. Tenía el rostro deformado con largos clavos. Era
grueso. Su piel era blanquecina, como todos los otros muertos; cuerpos
despojados de su sangre, cadáveres sin vida. Ahora con vida, de ultratumba.
Él, el más fuerte levantó un tremendo garrote. Reunió a todos
los muertos. Estaban ansiosos, hambrientos.
-Nos dirigiremos al pueblo –ordenó, con demoníaca voz.
Algunos, entre navajas y trozos de cristales, se formaron
unas garras. Otros, se arrancaban una pierna o un brazo y usaban el duro hueso
como arma. Había unos diez muertos. La horda entonces se preparó. Iban a dejar
el cementerio. El muerto más fuerte dirigió, y salieron en hilera tras él. Sus
esposas aguardaban dentro de sus féretros, y ellos las despedían. Entonces, el
cementerio volvía a quedar desierto.
Cerca del mediodía la carreta iba volviendo. Los hombres
descendían, daban sus tragos de agua y bajaban los barriles. Habían terminado
las labores de hoy.
Uno de los hombres entró a su choza y se fue a descansar. En
la tarde, llegaron los muertos. Sus sombras se contemplaban, marcados sus
bordes ante el enrojecido sol de fondo. Avanzaron, y llegaron hasta el pueblo.
Allí se dispersaron, frenéticos.
Se formó un griterío, y los humildes habitantes salían de
sus hogares desesperados. Las amas de casa tropezaban con sus bebés en vueltos
en chales. Fue un atardecer sangriento. Los muertos desollaron, desgarraron,
devoraron y decapitaron. La gente caía arrasada, torturada, atormentada. Los
deseos de provocar muerte, de saciar el hambre se sobreponían ante cualquier
rastro de esperanza, lástima o compasión.
Las calles se poblaban de cabezas, de derrames de sangre.
Manos cercenadas y ojos fuera de sus cavidades. La más inimaginable tortura. El
dolor llenaba. La muerte arrebataba vidas desmedida. La tarde se hacía eterna.
Poco a poco iban terminándose las vidas de los agobiados habitantes. El sol era
inclemente. Se mantenía sobre el cielo. No cesaba de contemplar la ensañada
matanza.
De vuelta en el viejo cementerio, las esposas destapaban
ligeramente sus féretros. El cielo estaba en ocaso, ya estaba por anochecer y
la tarde se iba esfumando. El reloj del pueblo marcaba las ocho de la tarde.
Una de las esposas, asomó su torso por la tumba. Extrajo su
mano. Tenía una sortija de compromiso de ultratumba. Sus cabellos aún se
conservaban bien, exceptuando su horrible y deformada cara.
-¿Crees que les estará yendo bien a nuestros hombres?-le
preguntó a una esposa cercana, que también se había sentado en el borde de su
féretro.
-Seguramente. Cuando vuelvan, le prepararé al mío una rica
cena del más allá; algunas lombrices, cerebros, manos cortadas y córneas.
Podríamos prepararle en conjunto a todos nuestros esposos cuando vuelvan
–contestó entusiasmada con la idea la otra muerta.
-Formidable –contestó la primera esposa que había salido de
su féretro. Estaban contentas y había quedado decidido. En las sabrosas noches
de Halloween principalmente, solían darse un festín.
En el pueblo, los muertos continuaban en su honrosa tarea
–para ellos-, y continuaban descuartizando humanos. El que dirigía, el muerto
robusto se detuvo y luego meditó:
-Hay un ligero olor a sangre en el ambiente… -percibió. Sus
compañeros le contestaron que así era. Cómo no, si las calles del pueblo ya se
habían transformado en ríos de sangre.
-Mmm… Sabroso –expresó. Entonces ordenó que siguieran
movilizándose.
-Vamos a descubrir las casas a las que no hemos entrado
–ordenó-. Que no quede nadie vivo.
Los muertos se volvieron a dispersar. El que dirigía, se
movió por su cuenta, y más tarde, llegó hasta la choza de los dos hombres que
trabajaban con la carreta. Un muerto a lo lejos, se subió a la colina, y
después de haber matado al sacristán, hizo sonar la campana fuertemente, como
un augurio a la distancia, como un eco.
El muerto más fuerte, contempló a través de la abertura de
la puerta. Dentro estaba el hombre, observándolo con los ojos hinchados por la
desesperación, y ya le habían dado muerte a su compañero.
El vaso de agua estaba derramado.
-¡Aléjate criatura demoníaca, vuelve a tu tumba! –le gritó
el hombre al muerto, que reaccionó como ofendido y se precipitó a derribar la
puerta.
-Te voy a devorar humano –gruñó el muerto
escalofriantemente, y derribó la puerta, que se destrozó sobre el suelo.
Entonces, entró el muerto a la pequeña choza, ante el horror del hombre,
sintiéndose encerrado. Pero aun así juntó valor. Debía hacerlo. El muerto le
dio un feroz ataque con el garrote, para dejárselo caer encima, y aplastarle la
cabeza. El hombre esquivó fácilmente, y se fue a un rincón, donde tuvo aquel
sabor amargo, cuando se sabe que la muerte está cerca.
Los infames, despiadados muertos habían devorado a su
esposa, y a su compañero tiempo atrás. Ahora la furia ardía en sus venas, pero
también el miedo. “Estoy perdido” se dijo el hombre. Tenía a la muerte frente a
él. Un voraz, cruel, ensañado putrefacto cadáver, afrontándolo,
convulsionándole la piel en estremecimientos.
En un momento, se sintió arrebatado por los deseos de
llorar. Pero sus llamados interiores a la violencia y la venganza, aquella
fuerza sobrenatural que surgía de sus entrañas, alimentada por la angustia de
haber visto lo más querido arrasado, despertó y lo impulsó a ir a un rincón de
la reducida morada, a sostener firmemente un hacha larga que reposaba en la
oscuridad. Aquella hacha había partido infinidad de troncos. Ahora iría a
desgarrar carnes con su afilado, inclemente borde. El filo que poseía se habría
de encargar, de imponer justicia.
El hombre, fuera de sí levantó el hacha, y dejó caer su
brazo pesadamente, lleno de furia. El hacha se incrustó en la demacrada cabeza
del muerto, adornada con agudos clavos, y le partió el cráneo. Los ojos llenos
de pus, y fluidos viscosos estallaron desde las concavidades en el rostro
deformado del muerto. Lleno de dolor, se dejó caer, con el hacha adherida. Su
sangre quedó derramada en los suelos. El hogar del hombre había quedado
manchado, pero no importaba ya; todo el pueblo estaba marcado de muerte. Un
último rugido de intenso dolor, anunció la inconsciencia temporal, de aquel que
no estaba muerto ni vivo, aun así caminaba hambriento, por un alma encendida
por lo sobrenatural, desde más allá de la vida.
El hombre entre su desesperación, lo tenía sabido: No podía
masacrar, ni terminar con lo que ya había pasado por la muerte. Era un cadáver,
alguien ya fallecido con quien no podía terminar. Así que finalmente, se
decidió por quemarlo. Extinguir su infundada, descontrolada crueldad en las
llamas.
Recordaba las últimas palabras de su compañero, ahora que
iba a montar al muerto ensañado, inconsciente ahora, a su carreta. “Defiende el
pueblo, con tus últimas fuerzas, no lo dejes morir” le había dicho, y el hombre
angustiado, derramando lágrimas recordó esto.
Furtivamente, disimulado, subió el ensangrentado cadáver con
la cabeza abierta por el hachazo, a la carreta. La tarde estaba roja. Alcanzó a
oír una murmuración de los últimos muertos que quedaban en el pueblo, sobre
vengar con sangre a quien los dirigía, ahora caído. Se aproximó una turba hacia
el hombre y su carreta. Allí se dispusieron a atacarlo. Sin embargo, alcanzó a
zafarse de aquella muerte que parecía inevitable. Las desgarradoras amenazas de
los muertos por quitarle la vida, allí quedaron. Sin poder olvidar sin embargo,
ante su vista el estigma de su mente, del pueblo arrasado, convertido en un
infierno, vertido de sangre.
Encendió los barriles, la carreta y el cadáver. Todo pronto
ardió en intensas llamas. Como vio a los muertos aproximándose, se trepó en la
carreta y se lanzó por el camino abajo. Las llamas llenaron el camino. El
hombre, trepado en un borde, no era tocado por ellas.
Llevaba amargura y miraba los cielos caóticos, sangrientos.
La carreta estalló frente al viejo cementerio, de donde los muertos habían
procedido. Descendió, tocó tierra. El carro estaba arrasado. Bajó el cadáver
del muerto, que resoplaba, como intentando volver a despertar. Estaba
chamuscado. Lo cargó sobre sus brazos, y contempló el gran letrero del viejo
cementerio frente a él. Ingresó entonces, con sus últimas esperanzas.
Lo que sucedió después fue catastrófico. Llegó hasta el
fondo del cementerio, y se encontró con la guarida de los muertos. Había
infinidad de sarcófagos abiertos, y cadáveres en los huesos de mujeres, que
eran las esposas de los muertos que no se atrevían a despertar.
Depositó al más fuerte de los muertos, que comenzaba a
recobrar la conciencia sobre las húmedas y fértiles tierras del gran
cementerio. Entonces, un tanto más tarde los demás muertos retornaron a su
hogar, ardiendo en furia y arrebatados deseos de despedazar al hombre, y
cometer toda clase de crueldades con él.
Se vio perdido.
Entonces, en los últimos segundos de aquella venidera
agonía, llegaron todos los sobrevivientes del pueblo (unos pocos), hombres
destruidos emocionalmente, con intenciones de hacerles pagar a los muertos. Se
armó entonces la más reñida trifulca, la más sanguinaria contienda. Huesos para
allá, brazos cercenados, cabezas decapitadas, muertos devorando a aquellas
personas, furiosos alaridos de dolor…
Los sobrevivientes del arrasado pueblo todos habían traído
garrotes. Luego de varias muertes, terminaron finalmente partiendo a los
muertos, literalmente. Ya les iba a ser imposible rearmarse, pues sus cuerpos
estaban destrozados.
Ya al atardecer del día siguiente, un rojo atardecer en
honor a la matanza del día anterior, las personas del pueblo que habían
quedado, volvieron a enterrar a los muertos en los sarcófagos, y a sus restos.
Eso sí, para que nunca se repitiera lo que sucedió, los sellaron con gruesas
capas metálicas, asegurados con resistentes tornillos.
En las noches siguientes, se decía que todavía se podía
escuchar a los muertos, golpeando las selladuras desesperados por salir.
El pueblo mucho tiempo más tarde volvió a ser próspero y
apacible. Una de aquellas tardes se habían reunidos los pocos del pueblo que
habían resistido al ataque y masacre, incluyendo al hombre de la carreta, que
había abatido al muerto más robusto. Entre ellos, uno de los ancianos, líder
del pueblo había dicho:
-Esperemos que esto no suceda nunca más. Por alguna cosa del
destino, algún hechicero debió haber maldecido el cementerio entero, para que
aquellos muertos hubieran despertado, e hicieron lo que hicieron…
Pero por lo menos las placas metálicas con las que habían
tapado los sarcófagos, les aseguraban un futuro protegidos. El pueblo volvió a
llenarse de tranquilidad, y los habitantes a resurgir. Estaba para el recuerdo
sin embargo, lo que había sucedido. Si los muertos volvieran a despertar, los
habitantes del soleado pueblo no estarían esta vez, para contarlo dos veces.
DarkDose
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