lunes, 22 de octubre de 2012

Una mañana de muertos (Terror/Relato)


Había dos hombres en una choza. Vestían trapos largos, estaban cubiertos hasta la mirada, y una tela les rodeaba la cabeza. Afuera hacía frío. Bebían tragos de agua. Se refrescaban, y reposaban, aguardando, abstraídos, concentrados en sus vidas.
Era plena mañana. Ambos hombres estaban tranquilos, pero sabían que en un rato debían trabajar. Afuera se estacionó una carreta. Ya tenían que salir. Estaban desganados. Pero tenían que realizar, sus labores.
La carreta partió. Ambos, iban montados, llevaban barriles atrás. A la tarde volverían. Por el transcurso del camino, la carreta pasó frente a un viejo cementerio. Había pinos muy altos y frescos, que se mecían con el viento. No le prestaban mayor atención.
-¿Quieres? –le dijo el hombre, y le ofreció un pedazo de galleta envuelta a su compañero.
En la entrada del cementerio estaban los tupidos árboles. La entrada estaba abierta. Entraban brisas refrescantes. Había un camino de piedra que adentraba al cementerio. Dentro, había unas cuantas tumbas abiertas, a un lado de la cripta. Estaban destapadas. Los muertos no estaban dentro.
La noche anterior, aquellos muertos se habían salido de sus tumbas. Ahora deambulaban. Uno de ellos se había comido a una persona, que hace rato había venido a ver a un familiar fallecido. Ahora el muerto que lo había interceptado, lo devoraba.
El ramo de flores estaba desparramado. Aquella mañana, los muertos se reunieron. “Quién sabe dónde queda el pueblo” preguntó uno.
-¿Queda muy lejos de aquí?
-No demasiado –gruñó uno de los muertos más robusto, más vigoroso. Uno se inmiscuyó en la conversación:
-Vamos al pueblo, a devorar personas, a asaltar –dijo entusiasmado.
El pueblo estaba frente al cementerio, el reducido pueblo. Una sola carretera comunicaba ambos trechos.
El más fuerte de los muertos, el más autoritario, el que llevaba la batuta era inmenso. Tenía el rostro deformado con largos clavos. Era grueso. Su piel era blanquecina, como todos los otros muertos; cuerpos despojados de su sangre, cadáveres sin vida. Ahora con vida, de ultratumba.
Él, el más fuerte levantó un tremendo garrote. Reunió a todos los muertos. Estaban ansiosos, hambrientos.
-Nos dirigiremos al pueblo –ordenó, con demoníaca voz.
Algunos, entre navajas y trozos de cristales, se formaron unas garras. Otros, se arrancaban una pierna o un brazo y usaban el duro hueso como arma. Había unos diez muertos. La horda entonces se preparó. Iban a dejar el cementerio. El muerto más fuerte dirigió, y salieron en hilera tras él. Sus esposas aguardaban dentro de sus féretros, y ellos las despedían. Entonces, el cementerio volvía a quedar desierto.
Cerca del mediodía la carreta iba volviendo. Los hombres descendían, daban sus tragos de agua y bajaban los barriles. Habían terminado las labores de hoy.
Uno de los hombres entró a su choza y se fue a descansar. En la tarde, llegaron los muertos. Sus sombras se contemplaban, marcados sus bordes ante el enrojecido sol de fondo. Avanzaron, y llegaron hasta el pueblo. Allí se dispersaron, frenéticos.
Se formó un griterío, y los humildes habitantes salían de sus hogares desesperados. Las amas de casa tropezaban con sus bebés en vueltos en chales. Fue un atardecer sangriento. Los muertos desollaron, desgarraron, devoraron y decapitaron. La gente caía arrasada, torturada, atormentada. Los deseos de provocar muerte, de saciar el hambre se sobreponían ante cualquier rastro de esperanza, lástima o compasión.
Las calles se poblaban de cabezas, de derrames de sangre. Manos cercenadas y ojos fuera de sus cavidades. La más inimaginable tortura. El dolor llenaba. La muerte arrebataba vidas desmedida. La tarde se hacía eterna. Poco a poco iban terminándose las vidas de los agobiados habitantes. El sol era inclemente. Se mantenía sobre el cielo. No cesaba de contemplar la ensañada matanza.
De vuelta en el viejo cementerio, las esposas destapaban ligeramente sus féretros. El cielo estaba en ocaso, ya estaba por anochecer y la tarde se iba esfumando. El reloj del pueblo marcaba las ocho de la tarde.
Una de las esposas, asomó su torso por la tumba. Extrajo su mano. Tenía una sortija de compromiso de ultratumba. Sus cabellos aún se conservaban bien, exceptuando su horrible y deformada cara.
-¿Crees que les estará yendo bien a nuestros hombres?-le preguntó a una esposa cercana, que también se había sentado en el borde de su féretro.
-Seguramente. Cuando vuelvan, le prepararé al mío una rica cena del más allá; algunas lombrices, cerebros, manos cortadas y córneas. Podríamos prepararle en conjunto a todos nuestros esposos cuando vuelvan –contestó entusiasmada con la idea la otra muerta.
-Formidable –contestó la primera esposa que había salido de su féretro. Estaban contentas y había quedado decidido. En las sabrosas noches de Halloween principalmente, solían darse un festín.
En el pueblo, los muertos continuaban en su honrosa tarea –para ellos-, y continuaban descuartizando humanos. El que dirigía, el muerto robusto se detuvo y luego meditó:
-Hay un ligero olor a sangre en el ambiente… -percibió. Sus compañeros le contestaron que así era. Cómo no, si las calles del pueblo ya se habían transformado en ríos de sangre.
-Mmm… Sabroso –expresó. Entonces ordenó que siguieran movilizándose.
-Vamos a descubrir las casas a las que no hemos entrado –ordenó-. Que no quede nadie vivo.
Los muertos se volvieron a dispersar. El que dirigía, se movió por su cuenta, y más tarde, llegó hasta la choza de los dos hombres que trabajaban con la carreta. Un muerto a lo lejos, se subió a la colina, y después de haber matado al sacristán, hizo sonar la campana fuertemente, como un augurio a la distancia, como un eco.
El muerto más fuerte, contempló a través de la abertura de la puerta. Dentro estaba el hombre, observándolo con los ojos hinchados por la desesperación, y ya le habían dado muerte a su compañero.
El vaso de agua estaba derramado.
-¡Aléjate criatura demoníaca, vuelve a tu tumba! –le gritó el hombre al muerto, que reaccionó como ofendido y se precipitó a derribar la puerta.
-Te voy a devorar humano –gruñó el muerto escalofriantemente, y derribó la puerta, que se destrozó sobre el suelo. Entonces, entró el muerto a la pequeña choza, ante el horror del hombre, sintiéndose encerrado. Pero aun así juntó valor. Debía hacerlo. El muerto le dio un feroz ataque con el garrote, para dejárselo caer encima, y aplastarle la cabeza. El hombre esquivó fácilmente, y se fue a un rincón, donde tuvo aquel sabor amargo, cuando se sabe que la muerte está cerca.
Los infames, despiadados muertos habían devorado a su esposa, y a su compañero tiempo atrás. Ahora la furia ardía en sus venas, pero también el miedo. “Estoy perdido” se dijo el hombre. Tenía a la muerte frente a él. Un voraz, cruel, ensañado putrefacto cadáver, afrontándolo, convulsionándole la piel en estremecimientos.
En un momento, se sintió arrebatado por los deseos de llorar. Pero sus llamados interiores a la violencia y la venganza, aquella fuerza sobrenatural que surgía de sus entrañas, alimentada por la angustia de haber visto lo más querido arrasado, despertó y lo impulsó a ir a un rincón de la reducida morada, a sostener firmemente un hacha larga que reposaba en la oscuridad. Aquella hacha había partido infinidad de troncos. Ahora iría a desgarrar carnes con su afilado, inclemente borde. El filo que poseía se habría de encargar, de imponer justicia.
El hombre, fuera de sí levantó el hacha, y dejó caer su brazo pesadamente, lleno de furia. El hacha se incrustó en la demacrada cabeza del muerto, adornada con agudos clavos, y le partió el cráneo. Los ojos llenos de pus, y fluidos viscosos estallaron desde las concavidades en el rostro deformado del muerto. Lleno de dolor, se dejó caer, con el hacha adherida. Su sangre quedó derramada en los suelos. El hogar del hombre había quedado manchado, pero no importaba ya; todo el pueblo estaba marcado de muerte. Un último rugido de intenso dolor, anunció la inconsciencia temporal, de aquel que no estaba muerto ni vivo, aun así caminaba hambriento, por un alma encendida por lo sobrenatural, desde más allá de la vida.
El hombre entre su desesperación, lo tenía sabido: No podía masacrar, ni terminar con lo que ya había pasado por la muerte. Era un cadáver, alguien ya fallecido con quien no podía terminar. Así que finalmente, se decidió por quemarlo. Extinguir su infundada, descontrolada crueldad en las llamas.
Recordaba las últimas palabras de su compañero, ahora que iba a montar al muerto ensañado, inconsciente ahora, a su carreta. “Defiende el pueblo, con tus últimas fuerzas, no lo dejes morir” le había dicho, y el hombre angustiado, derramando lágrimas recordó esto.
Furtivamente, disimulado, subió el ensangrentado cadáver con la cabeza abierta por el hachazo, a la carreta. La tarde estaba roja. Alcanzó a oír una murmuración de los últimos muertos que quedaban en el pueblo, sobre vengar con sangre a quien los dirigía, ahora caído. Se aproximó una turba hacia el hombre y su carreta. Allí se dispusieron a atacarlo. Sin embargo, alcanzó a zafarse de aquella muerte que parecía inevitable. Las desgarradoras amenazas de los muertos por quitarle la vida, allí quedaron. Sin poder olvidar sin embargo, ante su vista el estigma de su mente, del pueblo arrasado, convertido en un infierno, vertido de sangre.
Encendió los barriles, la carreta y el cadáver. Todo pronto ardió en intensas llamas. Como vio a los muertos aproximándose, se trepó en la carreta y se lanzó por el camino abajo. Las llamas llenaron el camino. El hombre, trepado en un borde, no era tocado por ellas.
Llevaba amargura y miraba los cielos caóticos, sangrientos. La carreta estalló frente al viejo cementerio, de donde los muertos habían procedido. Descendió, tocó tierra. El carro estaba arrasado. Bajó el cadáver del muerto, que resoplaba, como intentando volver a despertar. Estaba chamuscado. Lo cargó sobre sus brazos, y contempló el gran letrero del viejo cementerio frente a él. Ingresó entonces, con sus últimas esperanzas.
Lo que sucedió después fue catastrófico. Llegó hasta el fondo del cementerio, y se encontró con la guarida de los muertos. Había infinidad de sarcófagos abiertos, y cadáveres en los huesos de mujeres, que eran las esposas de los muertos que no se atrevían a despertar.
Depositó al más fuerte de los muertos, que comenzaba a recobrar la conciencia sobre las húmedas y fértiles tierras del gran cementerio. Entonces, un tanto más tarde los demás muertos retornaron a su hogar, ardiendo en furia y arrebatados deseos de despedazar al hombre, y cometer toda clase de crueldades con él.
Se vio perdido.
Entonces, en los últimos segundos de aquella venidera agonía, llegaron todos los sobrevivientes del pueblo (unos pocos), hombres destruidos emocionalmente, con intenciones de hacerles pagar a los muertos. Se armó entonces la más reñida trifulca, la más sanguinaria contienda. Huesos para allá, brazos cercenados, cabezas decapitadas, muertos devorando a aquellas personas, furiosos alaridos de dolor…
Los sobrevivientes del arrasado pueblo todos habían traído garrotes. Luego de varias muertes, terminaron finalmente partiendo a los muertos, literalmente. Ya les iba a ser imposible rearmarse, pues sus cuerpos estaban destrozados.
Ya al atardecer del día siguiente, un rojo atardecer en honor a la matanza del día anterior, las personas del pueblo que habían quedado, volvieron a enterrar a los muertos en los sarcófagos, y a sus restos. Eso sí, para que nunca se repitiera lo que sucedió, los sellaron con gruesas capas metálicas, asegurados con resistentes tornillos.
En las noches siguientes, se decía que todavía se podía escuchar a los muertos, golpeando las selladuras desesperados por salir.
El pueblo mucho tiempo más tarde volvió a ser próspero y apacible. Una de aquellas tardes se habían reunidos los pocos del pueblo que habían resistido al ataque y masacre, incluyendo al hombre de la carreta, que había abatido al muerto más robusto. Entre ellos, uno de los ancianos, líder del pueblo había dicho:
-Esperemos que esto no suceda nunca más. Por alguna cosa del destino, algún hechicero debió haber maldecido el cementerio entero, para que aquellos muertos hubieran despertado, e hicieron lo que hicieron…
Pero por lo menos las placas metálicas con las que habían tapado los sarcófagos, les aseguraban un futuro protegidos. El pueblo volvió a llenarse de tranquilidad, y los habitantes a resurgir. Estaba para el recuerdo sin embargo, lo que había sucedido. Si los muertos volvieran a despertar, los habitantes del soleado pueblo no estarían esta vez, para contarlo dos veces.

 DarkDose


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