Miraba todos
los días a la vecina. No tenía cómo decidirme a hablarle. Tampoco tenía tema
alguno. Simplemente la miraba, y me resignaba a ello. Mi boca era incapaz de
abrirse frente a ella, e incluso con tan sólo imaginarme al estar frente a
ella, temblaba entero…
Era yo un
chico tímido, sin nada destacable. Lánguido, óseo, alargado, sin gracia alguna,
con una cabeza rapada y unos ojos enfermizos. Era el típico engendro, el que
todos señalaban, al que a todos les caía bien por considerarme inofensivo, y el
que siempre callaba. El que llevaba la simpleza dentro de él.
Mas, sin
embargo, hacía una semana que yo había visto maletas frente a la nueva casa
mirando a la mía. Hacía un rato que estaba en venta, y la habían comprado. Era
una casa bonita, sencilla, pero de una madera lustrosa, como de un árbol fino.
Y atrás se extendía un patio trasero amarillento con maleza seca. Yo siempre
había soñado vivir en esa casa, pero nunca me había sido posible. A veces me
paseaba por ahí esperando entrar. Pero como siempre estuvo en venta, me
mantenía alejado, hasta que la compraron.
Entonces se
trasladó allí una familia. Estaban con cara como de gente que preguntaba por
direcciones. Parecía una familia de gringos; todos eran colorines. Había unos
dos niños que tenían el cabello tan corto como yo. El padre también era
colorado y tenía una expresión formal; la madre parecía blanda y suave en el
trato, con una cara compasiva. Pero, entre ellos, lo que vi como una luz
angelical me sorprendió desde ese instante, y me dejó anclado en esa visión: había
una niña colorina, con pelo amarrado como cola de caballo, con unos ojos como
de serafín, cristalinos azules, que llevaba un vestido largo y descolorido con
flores amarillas, y en sus muñecas tenía unas argollas doradas como el
resplandor del sol. Me cautivé. Desde ese momento nunca me atreví a dirigirle
la palabra, ni siquiera para saludar a los nuevos vecinos. Pero quizá la mirada
absurda de tonto que le dedicaba, le hubiera llamado secretamente la atención,
cuando me hubiera mirado sin que yo me hubiese dado cuenta.
Yo era un
tímido. Me acomplejaba por cualquier cosa. Mis padres no me ayudaban mucho,
seguramente también me consideraban tonto. Una vez fui a comprar el diario al
quiosco, y por accidente me encontré con ella allí. No le dirigí ni palabra,
pero nos dimos una casual mirada de reconocimiento, y entendí que ella
comprendió que soy su vecino. Fue lo más fugaz del mundo. Porque cuando recibí
el periódico ella ya se había ido. Esas miradas que comunican todo, me hizo saber
en sus ojos, que ella ya sabía que teníamos algo en común, muy distante: que
éramos vecinos.
Hacía mucho
sol esos días. En el patio trasero de su casa tenían una piscina, al parecer,
donde yo escuchaba todo el día el chapotear y el ruido de los niños. Ella nunca
se bañaba. Por lo menos, cuando pasaba por el lado de su casa y veía un borde
de la piscina, con los niños, nunca la vi a ella. La veía a menudo salir de su
casa todavía con sus vestidos largos, ésas eran las únicas ocasiones en que la
veía. Más tarde la veía a través de las ventanas, jugar cartas a la mesa con
sus padres. Me la imaginaba en noches de navidad, todavía haciendo eso. Se veía
muy bonita jugando a las cartas a través del vidrio de la ventana. Se veía muy
bonita, y yo miraba como enajenado…
También otras
veces la veía andando en bicicleta. Al parecer, a veces solía ser muy activa.
Un día me
decidí. Fui con todas las fuerzas del mundo a su encuentro, en la esquina de mi
casa, y la invité a comer a un restaurante. Sorprendida, me dijo que sí, pero
quedaba la duda entre nosotros de que no nos conocíamos, y me dijo que no me
conocía, pero que sabía que éramos vecinos. En ese momento yo estaba diferente.
Temblaba por dentro, pero me salía un vozarrón de hombre, por pura fuerza de
voluntad. Le dije que era cierto, que no nos conocíamos. Pero igualmente me
dijo:
—Sí, acepto —.
Y nos fuimos al restaurant, siendo que le había dicho que, en todo caso, nos
demoraríamos poco, por lo que no le ocuparía demasiado tiempo de la tarde.
La tarde
anterior yo le había mendigado por dinero a mis padres, casi de rodillas. Hasta
que mi padre me soltó el fajo de billetes, y le agradecí fervorosamente. Le
había mencionado que era para invitar a una chica a salir, a la vecina, y eso
había contribuido a que me pasaran el dinero. Me habían mirado incrédulos, y
después, cuando mi madre se hubo retirado, mi padre me dijo, refiriéndose a la
vecina: “Vete con cuidado, no la conoces.”. Y en aquel momento me pareció más
que todo una advertencia supersticiosa.
Esa tarde
cuando caminaba con ella por la calle me sentía algo nervioso. Sentía como un
temblor en mi estómago. Era muy temprano para las maripositas; más bien eran
puras ansias. Pero ella..., me atrevo a decir, en tan sólo aquellos
insignificantes segundos caminando: “Y era simpática.”. Porque lo era, en
verdad, aunque la charla no hubiese fluido, aunque yo me sintiera como un ser
de hojalata que no era capaz de abrir la boca porque mi nerviosismo me tenía
petrificado. Desde temprana edad había tenido problemas de inseguridad. No era
algo de siempre, y no surgía muy seguido, pero a veces me pasaba. Yo no me
preocupaba, porque soy un ser simple. Pero recuerdo que en la escuela me
pasaba. Me sentía inseguro, y acababa haciendo puras estupideces.
Ahora no sé si a medida que había crecido me
había vuelto más tonto o más distraído, al punto de que no me diera cuenta de
la sencillez e ingenuidad en mis acciones. Como ir caminando al lado de ella, y
no decir una palabra, y sin embargo tener en mente que aquella era una cita y que
la iba a llevar a un restaurant. ¡Y vaya acompañante más divertido era yo!; por
supuesto, lo digo sarcásticamente. Nada más aburrido que tener un compañero de
camino que no habla nada, y está todo el rato pendiente de los gestos del otro,
inseguro, temblando. No sabía nada de charlas entretenidas. A veces abría la
boca en mi casa, para decir cualquier tontera, pero era porque realmente lo
estaba diciendo, y a mis padres les daba risa. Cuando realmente estaba
expresando uno de mis pensamientos, les hacía gracia, como si la tontera
habitara en mí.
Pero para qué
ser tan duro conmigo mismo, si al final la bondad que irradiaba mi corazón se
traspasaba a mi exterior, y yo creo que eso era lo que despertaba la compasión
y la simpatía por parte de mis pares. Ella me sonreía. Me lo hacía todo más
fácil. Caminaba conmigo interesada, con un ligero entusiasmo. ¿Por qué me iba a
merecer yo aquella amenidad? Quizá había despertado su buena observación de mí
desde el momento que nos mirábamos como vecinos, nos descubríamos, como seres
uno al frente del otro desde nuestros patios.
Me metí la
mano al bolsillo. Tenía algunas cuantas monedas. Fantaseé como si fueran de
oro; claro, así hubiera podido comprar lo que quisiera. Pero tan sólo eran unas
cuantas. Suficiente para caber en mi palma, y para pagar una modesta orden de
comida.
Llegamos.
Había una estructura blanca que era el restaurante, y en cuyo interior se veían
las mesas y el suelo a cuadros rojos y blancos. En el frente de la estructura
había un gran letrero, aparecía el dibujo de un pollo, y señalado en letras
grandes y rojas decía el nombre del local
de comida rápida, para ser más precisos; “Kentucky Fried Chicken”. Una
cadena de comida rápida norteamericana. Sonreímos, ilusionados, al vernos
camino a entrar. Íbamos por el borde de la calle, donde a cuyo lado crecía la
fresca hierba de los prados que se extendían hacia los lados. Al final de la
calle estaba mi antigua escuela primaria. Allí los pinos sobre la hierba pegada
a la reja que la cercaba se mecían al viento suavemente, y ver su estructura
grisácea me hacía recordar tiempos de antaño, de infancia. Había algunos niños
escolares jugando; pero nosotros volvimos la vista; lo que nos atañía ahora era
el restaurante Kentucky Fried Chicken.
Entramos. En
el salón comedor estaban las mesas rojas plásticas ubicadas junto a la ventana.
Vi pasar a una mujer por el amplio salón. Llevaba una falda que le llegaba
hasta los tobillos, tenía cabellos esponjosos y castaños y caminaba
decididamente con su hijo tomado de las manos. Ése niño yo lo conocía, vivía a
unas casas de la mía. Y ésa era la Señora Bernarda, estricta con su hijo, que
lo llevaba a lo largo del restaurant seguramente buscando la salida, luego de
que hubieran comido. Fuimos a pedir la comida con mi vecina. Ordenamos, tomé
las bandejas y nos fuimos a sentar. Quedamos junto a la invernal ventana.
Me comí los
pollos fritos, al igual que ella, probamos patatas fritas y empanaditas de
queso, también bebiendo Coca-Cola. Las bandejas comenzaban a quedar vacías, y
nuestras hambres satisfechas. Cuando todavía quedaba algo de comida esparcida
por ellas, y todavía nos quedaba por comer, rellenábamos el tiempo mientras con
una charla. Ella de pronto me decía:
—A propósito,
no me sé tu nombre. Yo me llamo Fernanda, ¿y tú? —me dijo con una amistosa
sonrisa, cerrando sus ojos tiernamente.
—Yo soy Luis —le
respondí, y era como si recién nos diéramos cuenta de que éramos vecinos,
porque como que nos dábamos una mirada reconocedora nueva. Al momento en que
cerró sus ojos con una chispa de encanto, pude ver también como una chispa de
un montón de pecas que adornaban justo la mitad de su nariz, y se esparcían por
allí hacia los lados. Se veían tan ricas en su rostro, daban ganas como de
comerlas, como de comerle la cara a ella, tan linda que era.
Los ojos
angelicales que tenía, cristalinos, se fijaban con insistencia, como dos discos
trasparentes de una iris luminosa. Pestañeaba de repente, y eso parecía
acentuar sus ojos. Terminamos de comer y recogimos las bandejas, y las fuimos a
desechar. Después salimos de Kentucky Fried Chicken, dejando allí sus mesas
plásticas rojas, sus cuadrados del piso, su mesa de atención y sus deliciosas
comidas, y todo ese ambiente como solitario pero agradable donde uno quisiera
quedarse una eternidad.
Pero ya; este
recuerdo no se irá haciendo tan largo porque ahora viene la parte de la
iglesia, mi favorita de recordar, y la final. No mencioné que ella iba a la
iglesia; pero sí, iba, con su familia, todos los jueves, y viernes y domingos.
El sábado también por la mañana, pero eso no hace falta decirlo. Una tarde ella
me invitó a la iglesia. Pero esta vez no iba su familia: íbamos solos. Su
familia, en cambio, estaría ya en la iglesia, porque nunca se perdían una sola
reunión. Pero qué importaba eso, si estarían concentrados en lo suyo y no
pondrían atención a otras cosas.
Entonces yo
intuí que ésa era mi oportunidad. Y aquellos días se me había estado disipando
un poco la inseguridad, aunque no del todo. Pero hacerle invitaciones a ella me
había hecho sentirme más cómodo, así como hacerle charla. Esa tarde me vino a
buscar cuando faltaba poco para las cinco, y el sol, estaba en el horizonte
como decidiendo para entrarse y bañar todo, con su última débil luz. El aire
estaba limpio. Respiraba y me llenaba los pulmones. Salí de mi casa y ella me
esperaba a la puerta. Allí permanecimos de pie hasta que me dice “Vamos.”, le
contesto que está bien y comenzamos a caminar en la dirección.
Cuando
llegamos a la rústica iglesia de madera barnizada y colorada, el atardecer la
llenaba. Las puertas estaban abiertas, y las bancas esperaban, vacías. El
barniz es exquisito. Avanzamos, y nos sentamos en la primera banca que
encontramos. La gente todavía no entraba a la iglesia, parecía como si
estuviera dispuesta sólo para nosotros.
En esa
iglesia se cantaban las canciones, yo me ponía a escuchar el coro, la gente se
subía a la segunda planta, en los días de reunión colmaban las bancas, las
puerta siempre permanecían abiertas dejando entrar el atardecer, y éste siempre
bañaba la iglesia, como un eterno baño naranja que se daba, con una sensación
que movía al sueño y al bostezo. La tranquilidad del ocaso. La iglesia del
atardecer. Tapizada en barniz, era otra sensación de la cual estaba llena la
iglesia también. Todo parecía ser de barniz. Tenía la sensación de entrar a un
lugar completo de madera cuando ingresaba, y así era. Pero madera lustrosa,
refinada, perfumada; cómoda. Me sentía como en un segundo hogar. Y qué mejor
que con el cálido acompañamiento de mi angelical compañera, estando allí, con
sus vestidos tradicionales, fiel asistente de la iglesia. Estaba allí,
estábamos en secreta confidencia, amena; ella no decía nada, como comprendiendo
mi silencio; en vez de eso miraba hacia la elevación donde se ponía el Pastor
que daba la palabra, donde estaban las plantas de lindas flores y donde,
arriba, había una gran cruz de madera. Allí ella estaba mirando fijamente, con
una sonrisa interior en su rostro.
Pero todo
pasó tan rápido. De pronto, abruptamente la realidad se me deformó completa.
Las gentes habían ingresado por las puertas abiertas, y junto con ellas, la
familia como gringa de mi vecina. Pero, como contemplaba, repentinamente unas
llamas surgieron y como que se suspendieron en el aire, y se quedaron
mirándonos desde arriba dentro de la iglesia, oscilando ante nosotros. Y esas
mismas llamas fueron las que se encargaron de cubrir todo lo demás en la
iglesia, los asientos, el suelo, el balcón; todo. Después miré hacia la gran
cruz que estaba ubicada al frente. Seguía allí, pero, en cambio, ahora había
una persona crucificada en ella, con sus ropas, sin heridas aparentes, pero
igualmente sufriendo. Tras mirar un rato me di cuenta que era yo; yo mismo
estaba reflejado en aquella cruz, y estaba viéndome, asombrado.
Fernanda
desapareció. La vi por última vez alejarse, y se perdió en la invisibilidad de
la iglesia. Luego yo salí cuando me di cuenta que el atardecer estaba quemando
el lugar.
Una semana
después me volví a encontrar con mi vecina. La volví a invitar a Kentucky Fried
Chicken, pero esta vez ubicado en otro lugar, más irreal. Mientras íbamos
camino en el auto la lluvia caía y empañaba el vidrio, y todo el paisaje estaba
grisáceo. Allí había como una torre, tras la cual las translúcidas ventanas
dejaban ver lo que había adentro. Había globos multicolores que se elevaban por
los aires, y los niños se divertían jugando e intentando atraparlos. Recordé
tiernamente mi infancia, y me estremecí con un remezón de inspiración. Continuamos
con el auto y llegamos hasta el restaurant, que estaba atrás. Ingresamos y allí
pedimos la orden. Cuando terminamos de comer, Fernanda se separó de mí, de
improviso, nos separamos. No recuerdo muy bien; tampoco me interesaba, porque
en aquel momento todo se desaparecía de mí. Me había acostumbrado desde hacía
rato. Ni sabía bien dónde estaba yo, pero tenía en todo momento aquella
exquisita sensación sobre mi lengua de un sueño, o algo, una realidad sublime,
que estoy viviendo dichoso y no quiero parar.
En el
Kentucky Fried Chicken me perdí por los pasillos. Me fui a un lado y bajé a una
planta baja. Allí estaban todos los niños con sus madres jugando. Me divertí
corriendo por los suelos y topándome con los globos multicolores esparcidos a
lo largo de todo el paso. Me divertí. Me divertí porque sabía que iría a
despertar pronto, y no quería despertar. Y quería quedarme allí siempre,
viviendo como un niño en su realidad deformada.
DarkDose
Nuevo relato. Fantasía. 25/07/2013
Comentario: Es un relato algo desvariado. Sólo quise hacer volar mi imaginación mezclándolo con sueños que a veces pueblan mi mente; visiones rápidas que a veces me llegan de recuerdos o quién sabe dónde, imágenes que están instaladas en mi mente y es tan grato recordar cada vez que quiero. Como un placer siempre existente.
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