En
una tarde de verano de Abril del 1997, Amelia Baltazár, en medio de una
ostentosa celebración llevada a cabo en un parque público atiborrado de
invitados y comida, contrajo matrimonio con Gilberto Thompson, el empresario
del año según la revista “Tiempos”; un hombre de buena presencia, carismático y
formal, ante cuya sonrisa perfecta las damas caían rendidas. Gilberto parecía
una excelente elección. (¡Más aún, si las señoritas de la cuadra lo deseaban!)
Los parientes de la joven se acercaron a felicitarla efusivamente. Parecía un
cuento de hadas. Cuando llegó el momento de que el novio pasara el anillo por
el frágil dedo de la prometida, adoptó una mirada seductora que derritió al
público de las bancas y rompió corazones. Sí, era un galán moderno y Amelia
estaba satisfecha.
La
luna de miel que pasaron fue acalorada y llena de recuerdos hermosos. Ocurrió
en el último mes de verano; el destino fue una estancia bajo los cielos crepusculares
del Caribe, costeado por los ingresos de él. Era deseo de Amelia ir; toda su
infancia soñó con visitar la región; visualizaba el día en que se haría realidad.
Viajaron en avión, y al llegar a la estancia comprobaron que estaba junto a la
casa de un adinerado escritor, al que Amelia admiraba y le pidió el autógrafo.
Junto a Gilberto pasó las mejores semanas de su vida: se bañaron por las tardes
en aguas transparentes, recolectaron conchas en la orilla y asistieron a largas
ferias que encendían la noche.
—Gilberto,
eres el hombre de mi destino —le dijo ella una noche mientras descansaba con la
mano depositada sobre el pecho de él.
—Estoy
para ti.
Amelia
Baltazár Champiñón se consideraba una mujer corriente. Nunca tuvo vicios y
creció en un ambiente familiar acogedor, de buenas costumbres, aunque su
carácter era retraído. En la escuela fue de pocas amigas, y tras cursar
estudios superiores en una prestigiosa universidad se graduó de abogada,
carrera que ejerció desde joven. Sus padres eran humildes pero disponían de una
gran suma de fondos en el banco acumulada por John Vasconcelos, su padre, tras
toda una vida de granjero. Amelia consiguió un puesto de trabajo de medio
tiempo como secretaria en una conocida empresa de telecomunicaciones, “Thompson
redes”. El resto de los días laboraba como abogada. En este lugar conoció al
apuesto hijo del dueño, aunque un tanto ingenuo, Gilberto Thompson, que solía
pasearse por su puesto y charlar.
Al
principio le pareció el típico hijo de empresario, que vivía entre comodidades
y pretendía caer bien a todos, por eso empezó a evitarlo y a tomarle el pelo;
pero Gilberto no era así. La convenció de lo contrario. Pronto fue aceptándolo
más; él le amenizaba las tardes de trabajo llevándole tazas de café y
chocolate; hasta un ramo de flores una vez. Amelia no hacía más que sonreír ante
el gesto y acaso sonrojarse. Gilberto le declaró su amor en la oficina. De allí
en adelante, Amelia accedió a citas frecuentes que concretaban al término de la
rutina.
Tras
la luna de miel y asentarse definitivamente en un soberbio apartamento,
llegaron a sus vidas dos hijos, Tomás y Lucas; niños inquietos que hacían desmanes
a toda hora. Tomás era de cabello negro y personalidad inocente como el padre,
mientras que Lucas era rubio y de ojos azules como de plástico. Fueron autores
de la primera alarma de incendios en el edificio; los carros de bombero y la
gente alborotada se apiñaron afuera y todo terminó en un gran jaleo.
Gilberto
había abandonado muchas amistades debido al compromiso, además salía poco de casa.
Sus antiguos camaradas trataban con asiduidad de comunicarse con él. Una tarde
se dirigió a hacer unas compras a las tiendas locales y encontró al grupo. Estaban
en el interior de un bar, atentos a una carrera de caballos en el televisor de
la entrada. Saludó y ellos lo invitaron al instante a la mesa, donde le dejaron
un puesto privilegiado para ver la competencia y le ofrecieron tragos. El dependiente
miró desde la barra, limpiando con su paño el interior de un vaso cervecero.
—Lo
siento, no bebo —dijo Gilberto con timidez volviéndose a ver la carrera.
—Vamos,
Gilberto; no me digas que tu mujer te tiene con correa al cuello —exclamó un
imprudente.
Pareció
titubear un momento.
—Bueno,
dame una.
—Cantinero
—dijo un amigo girándose confiado y guiñando un ojo—. Ya sabes.
—¡Sale
una Pilsen! —voceó el encargado y la lata de cerveza corrió por la barra hacia
su destino. El amigo la tomó, la destapó produciendo el refrescante sonido y la
dejó en manos de Gilberto, a quien se le hacía agua la boca.
—Por
Gilberto —propuso alzando la lata, acompañado por los demás— y su feliz
matrimonio. —Entonces lo incitaron a beber con las miradas sobre él.
—Bueno,
por esta vez —contestó con aplomo y se llevó la lata a los labios. Ah, aquel
exquisito y agrio sabor de la cerveza… No lo había probado hacía diez años.
Sintió un leve calor en su interior, los camaradas aprestaban más cervezas. Se
quedó mirando la pantalla; el caballo rojo, que se llamaba “Rocinante
Recargado”, dejaba al resto atrás. De pronto se le apagaron las luces.
Al
despertar balbuceó:
—Vamos
Rocinante, tú puedes, porque eres el mejor. — Estaba rodeado de cuatro latas de
cerveza vacías, tenía el rostro ruborizado ante el júbilo de sus amigos, completamente
borracho. Intentó apoyar el codo sobre la barra pero resbaló dándose un porrazo.
—¿Y
cómo te llevas con Amelia? —preguntó uno. Se oía como a la distancia.
—De
lo mejor; yo a mi mujer la quiero más que todo en el mundo —replicó; parecía
que se esforzaba al hilvanar las palabras.
Risas.
—¡Mira
cuánto has bebido! Si te viera tu padre, el empresario Rodrigo Thompson, en ese
estado… ¡Se desmayaría de vergüenza! —expresó el de la voz que resaltaba.
El
cantinero siguió puliendo el vaso. Miraba divertido; “Ay, esta juventud…”
Afuera
caía una llovizna que salpicaba las calles. Los amigos lo sacaron del bar
apoyándolo en sus hombros. Había olvidado comprar la mercadería. Por otro lado,
era evidente que no podía irse a casa solo, por lo que, a pesar de que sus
amigos se rieron de él todo el rato debían ayudarlo a llegar.
Lo
abandonaron a la entrada del apartamento. Vaciló mientras observaba la esfera
de luz de un farol. Luego, con un ligero temblor de ebrio contempló las
ventanas. Se acercó a la puerta y comprobó que estaba cerrada. Decidió rodear
el edificio y entrar por una de las ventanas. Entonces vio el rostro de Lucas
apoyado tras el cristal. Parecía confuso.
—Hijo,
ábreme la puerta —murmuró. Había recobrado algo de conciencia.
Amelia
descansaba en el dormitorio. El otro hijo también dormía en un profundo sueño y
sólo el pequeño Lucas andaba de pie en pijama tras haberse levantado para ir al
baño. Los golpes del padre en el cristal de la planta baja importunaron el sueño
de Amelia, se acomodó en el colchón con una expresión de molestia.
Gilberto
no conseguía entrar; pese a las reiteradas señas que hacía Lucas se quedaba de
pie indeciso y lo examinaba con intriga. Todas las ventanas estaban cerradas. Debió
tomar una piedra, romper una parte del cristal y quitar el pestillo. Al verlo
entrar por la oscuridad del zaguán el hijo se asustó; parecía un monstruo de
otra dimensión, enorme y borracho. Se oyeron unos pasos en la escalera.
Amelia
descendía turbada. Tommy venía tras ella luego de despertar por instinto. La
joven llevaba un huracán en su interior: cómo era posible tal atrevimiento del
marido, pensaba. Primero, que interrumpiera su sueño; segundo, que llegara a
estas horas de la noche y quizá en qué estado. Se sentía descontrolada. Lo iba
a matar, estaba segura.
Un
relámpago estalló iluminando por un
segundo la tez de Amelia; ambos niños se aferraron a las cortinas en un intento
por esconderse.
Ahora
que recordaba, su esposa siempre había tenido un problema de celos. Cuando él
venía tarde a veces del trabajo, y considerando el deseo que su ser despertaba
en las mujeres, Amelia no hacía más que verlo llegar para recriminarlo con
dureza. Hace tiempo habían ido juntos a una terapia de parejas para el control
de la ira, y en los días siguientes Amelia hizo esfuerzos por controlar la rabia.
La reprimió por mucho tiempo. Pero, pese a todo, sabía que ella podía dominarse.
Estaba todo bien.
Amelia
reflejaba un brillo malicioso en los ojos. Se acercó al marido y forcejeó con
él ante el susto de los niños. Éste no se explicaba por qué ella reaccionada
así, siendo que en sus discusiones nunca acudían a las manos. Escuchó con
desconcierto los cargos que le espetaba su mujer:
—Cómo
te atreves a desafiarme así, desgraciado. No puedes pretender entrar a estas
horas —musitó con vivo rencor.
—Si
ahora me iba al dormitorio —se defendió.
—No,
nada de dormitorio —gritó ella y le dio una sonora palmada. Parecía un animal
enjaulado. Gilberto se llevó con incredulidad la mano a la mejilla lastimada. Amelia
percibió el aliento de ebrio y se exacerbó.
Para
él era una injusticia. Se indignó y quiso dirigirse al dormitorio, pero su
mujer lo tomó por los hombros y le hundió un rodillazo en los testículos que
provocó el pavor de los hijos. Sufrió un dolor insuperable, se sostuvo la parte
dañada y Amelia lo arrastró hasta las habitaciones del fondo mientras los
pequeños habían desaparecido para marcar agitados el número de la ambulancia.
Gilberto
estaba inconsciente como un muerto, y ella lo metió con brusquedad en el ropero
para colgarlo de la corbata en la barra de acero. Vestido de terno gris e impregnado
por el olor del alcohol, palideció y la lengua se le asomó por los labios.
Amelia, ojerosa, contempló satisfecha su cometido mientras se chocaba las
palmas de arriba abajo, cuando una sirena se escuchó y una luz roja de
emergencia invadió el cuarto.
Los
operarios irrumpieron en el edificio, encontraron a los niños y siguieron
escaleras arriba. Llegaron a la habitación, ante una mujer de aspecto normal que
los veía, y hallaron el delito que había cometido. Retiraron al hombre del
armario salvándolo de asfixiarse, y Amelia se les enfrentó arrojando manotazos,
frenética, por lo que la redujeron y amarraron a la camilla. La trasladaron a
la planta baja, donde le hicieron los primeros auxilios al esposo y se fueron
con ella al manicomio. Una hora más tarde Gilberto despertó. El edificio estaba
abierto. Con la corbata descolocada y el rostro encendido se sentó a llorar
junto a sus hijos.
Los
meses sin su esposa se le hicieron fatales, pero mantuvo en secreto su
ausencia. En la puerta se acumularon cartas de familiares; también en ocasiones
fueron a visitar y él les dio excusas poco convincentes. Se hundió en la culpabilidad
y tristeza, no sabía cómo consolar a sus hijos y mantener el círculo familiar.
Desconocía cómo explicarles la situación de su madre; él mismo pagaba los
cheques que traía el correo para el tratamiento en el manicomio. En una carta
el doctor le comunicó que su mujer padecía un trastorno muy violento y estaba
asegurada con camisa de fuerza. La noticia era para derrumbar a cualquiera.
A
la mañana siguiente freía huevos en la cocina para el desayuno; tenía
desaliñado aspecto, la corbata amarrada en la cabeza caía por su sien y sus
ojos mostraban poca esperanza. Llevaba la arrugada camisa blanca del trabajo al
que no iba hace días. Bebió de una lata de cerveza mientras la radio a su lado
comenzó a transmitir:
“Les informamos que esta mañana, la reja del
manicomio (…) ha aparecido con una abertura, desde donde tras romper su camisa
de fuerza ha escapado de su confinamiento la paciente Amelia Baltazár
Champiñón, diagnosticada con un alto grado de peligrosidad. Recomendamos a
quienes viven por los alrededores del edificio tomar precauciones cerrando
ventanas, puertas, y…”
Incrédulo
apagó el aparato. Temblaba y no lo podía disimular. Por instinto corrió la
cortina y miró a la calle. No, nada. Ni un alma. Luego, remecido por el sentido
paterno descendió con lentitud las escaleras para comprobar el estado de sus
dos protegidos que jugaban en la planta baja.
El
vestíbulo estaba desordenado, la oscuridad cubría cada rincón. Tommy y Lucas
habían desaparecido, dejando sus caballitos de juguete en la alfombra. Se
apresuró a apartar cortinas para asegurarse de que las ventanas estuvieran
cerradas y también las puertas. Sabía que la fugitiva esposa podía venir a
visitarlo. ¿Pero dónde estaban los niños? Si les sucedía algo él se moría.
Afuera se nublaba; un espeso nubarrón cubría el cielo y la luz gris se filtraba
en el salón creando un ambiente descolorido y siniestro.
De
pronto sintió sus brazos aferrados y la boca cubierta por un paño. Se volteó
con ojos inyectados en sangre y descubrió tras él la sombra colorada de Amelia.
Trató de liberarse, pero su esposa lo empujó para estrellarlo escandalosamente
contra el ventanal. Quedó aturdido, con la cabeza ensangrentada asomada a la
calle, y dio una patada hacia atrás para alejar a su agresora.
Amelia
convulsionada de ira se le acercó a arañarle la cara. Gilberto le retuvo firmemente
los brazos, ella luchó hasta soltarse y, jadeante, lo miró con saña. Entonces
levantó una lámpara de gas a su lado; “¡No!”,
gritó el marido estirando su mano, y ella con un grito histérico arrojó la
lámpara al suelo. La alfombra se encendió. Amelia le lanzó un zarpazo mientras
la humareda surgía y él la esquivó para subir por intuición las escaleras. En
el dormitorio levantó a los dos niños drogados, descendió a zancadas y salió
por la puerta de la cocina con una patada. Los vecinos llamaron a los servicios
de emergencia que llegaron en pocos segundos. Vio cómo el carro de bomberos
arrojaba un chorro de agua al edificio. Vino la ambulancia, entregó a los dos
niños y volteó.
La
humareda turbia era como niebla. Tosió tratando de ver con dificultad. De forma
inesperada, desde la pared de humo emergió Amelia, una hoguera viva; lo abrazó
y le clavó las garras en el brazo derecho, quemándolo hasta que la piel se
empezó a derretir y se lo arrancó de un tirón. Gilberto rugió y contestó con un
puñetazo de izquierda, que para fin de todos los males le separó la cabeza de
los hombros. Ésta cayó solitaria rodando. Los brazos resbalaron de él y se
desplomaron junto al cuerpo con un ruido sordo. Gilberto, tambaleándose, débil
por la energía perdida y el ahogo también dio de espaldas contra el concreto.
Cerró los ojos.
Un
bombero forzudo lo tironeó para despertarlo. Gilberto lo miró; el funcionario
dio palmadas afectuosas en su hombro. Se incorporó para llevar la vista al
apartamento. Las llamas eran controladas. La capa gris iba en retirada.
—Tus
hijos estarán a salvo —dijo el bombero, sonriéndole.
Gilberto
agachó la mirada y cruzó las piernas; vio cómo se llevaban los restos de la
esposa en una camilla. Ahora esperaría a que sus hijos se recuperaran, para
vivir la tranquilidad que le brindaría la muerte de Amelia en el término de su
matrimonio en cenizas.
DarkDose
01/01/2014: Este relato fue concebido tras leer el libro "Mientras escribo", de Stephen King, el cual, aparte de dejarme algunas enseñanzas incluía un ejercicio para realizar un cuento proponiendo una temática base. Éste es el escrito resultado.